La Prensa Hacemos periodismo desde 1888

La crisis que atraviesa la industria uruguaya se ha vuelto una sangría que se expande sin freno aparente. En las ultimas horas, se supo del anunciado cierre y traslado de su producción a Argentina de la empresa fabricante de pegamentos Fenedur.  Cuarenta trabajadores, al final de octubre quedaran sin trabajo. Situación, que no puede atribuirse a una sola causa, sino a una combinación de factores que, sumados, generan un escenario de alta complejidad y con consecuencias de largo plazo para el país.

En primer lugar, está lo que comúnmente se denomina “costo país”. Uruguay carga desde hace años con una pesada mochila de tarifas públicas elevadas, costos logísticos que restan competitividad, precios energéticos por encima de los promedios regionales y una burocracia que ralentiza la operativa de las empresas. 

Otro de los elementos, es la relación con los sindicatos. Es cierto que el sindicalismo uruguayo ha tenido un rol histórico en la defensa de los trabajadores, pero no menos cierto es que la radicalización de algunas gremiales ha puesto en jaque a sectores productivos enteros. Las medidas de fuerza recurrentes, la falta de flexibilidad para negociar y la ausencia de una mirada estratégica que contemple la viabilidad de las empresas han contribuido a agravar la crisis. La defensa del empleo requiere también de responsabilidad, porque de nada sirve ganar reivindicaciones si la empresa que genera esos puestos de trabajo termina cerrando sus puertas.

La política impositiva es otro capítulo relevante. Las cargas fiscales elevadas, junto a la falta de incentivos claros, desalientan la permanencia de industrias en el país. No se trata de promover exoneraciones indiscriminadas, pero sí de diseñar reglas claras y competitivas que permitan a quienes invierten sentir que su esfuerzo será retribuido y no asfixiado.

En este punto, la actuación del Poder Ejecutivo y, en particular, del Ministerio de Trabajo, merece un análisis crítico. Frente a conflictos laborales prolongados y cierres de plantas, la pasividad o la demora en intervenir han sido más la norma que la excepción. La mediación estatal, cuando llega tarde o sin firmeza, pierde efectividad y deja a las partes libradas a una confrontación que casi siempre termina con el peor desenlace: pérdida de empleos y debilitamiento de la industria nacional. 

Todo esto se da en un contexto especialmente delicado: el ajuste que viene experimentando el régimen de zonas francas. Estas áreas han sido durante años un motor de atracción de inversiones y de diversificación productiva. Sin embargo, las nuevas exigencias regulatorias y los mayores controles han generado incertidumbre en empresas que eligieron instalarse en Uruguay justamente por las condiciones de estabilidad y previsibilidad. Si las reglas cambian, el país corre el riesgo de perder no solo industrias locales, sino también la confianza de capitales externos que son clave para sostener el dinamismo económico.

El cuadro, por tanto, es claro: la crisis de la industria no tiene un único responsable ni una única solución. Exige un abordaje integral que contemple una reducción real del costo país, una política impositiva que estimule la producción, un sindicalismo que defienda el empleo con visión de futuro y un Estado que intervenga de forma oportuna y decidida para evitar la destrucción de valor.

Uruguay no puede resignarse a ser un país de servicios, dependiente de la coyuntura regional y de un puñado de sectores agroexportadores. La industria genera empleo calificado, arraigo territorial y encadenamientos productivos que impactan en todo el entramado económico. Su debilitamiento no es solo un problema sectorial: es una amenaza al desarrollo equilibrado y sostenible de toda la nación. El momento exige decisiones y acciones. 

Comentarios potenciados por CComment

Ranking
Recibirás en tu correo electrónico las noticias más destacadas de cada día.

Podría Interesarte