Cada 13 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Dieta Mediterránea, una fecha que invita a reflexionar sobre un modelo de alimentación que ha traspasado los límites del mar Mediterráneo para convertirse en un ejemplo global de salud, sostenibilidad y convivencia. Lejos de ser una simple lista de alimentos o reglas nutricionales, la dieta mediterránea constituye un estilo de vida integral, basado en el consumo equilibrado de productos frescos y naturales, la socialización en torno a la mesa y la actividad física regular. Su esencia reside en el vínculo entre la tierra, la cocina y la comunidad.

Los pilares de esta dieta se encuentran en su base vegetal: verduras, frutas, granos integrales, legumbres, nueces y semillas, todo ello aderezado con aceite de oliva extra virgen, fuente de grasas saludables y antioxidantes. A esto se suma el consumo moderado de pescado y mariscos —ricos en ácidos grasos omega-3—, pollo, huevos y lácteos, mientras que la carne roja y los dulces quedan reservados para ocasiones especiales. Incluso el vino, tomado con moderación y durante las comidas, forma parte de su tradición. La UNESCO la declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, subrayando que su valor no radica solo en sus ingredientes, sino también en el acto de compartir, en la transmisión de recetas y saberes familiares, y en el respeto por los ciclos naturales de los alimentos.

Desde instituciones como la Mayo Clinic y Harvard, se destacan sus beneficios comprobados: reducción del riesgo de enfermedades cardiovasculares, accidentes cerebrovasculares, diabetes y síndrome metabólico, además de favorecer un envejecimiento saludable. En tiempos donde la alimentación rápida y ultraprocesada gana terreno, la dieta mediterránea recuerda que comer bien también es un acto cultural y social. Un homenaje cotidiano a la salud, al placer y a la tradición, que sigue inspirando al mundo desde las costas del Mediterráneo.