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Tal vez los políticos subestiman la madurez del votante. La gente, en su mayoría, comprende lo simple y verdadero, y prefiere la verdad incómoda a la mentira piadosa. Por eso, no sorprende que el “fenómeno Milei” se analice hoy en universidades de Europa y Estados Unidos. Si el experimento argentino prospera, podría marcar un golpe cultural de magnitud continental: la idea de que aún es posible gobernar desde la convicción y no desde el cálculo. El presidente argentino ha hecho de la coherencia liberal su bandera. Defiende un gobierno limitado, centrado en funciones esenciales como la justicia y la seguridad. Sus fundamentos filosóficos descansan en los principios de no agresión y auto propiedad, y en el respeto a la vida, la libertad y la propiedad. Para algunos, Milei representa una rara coherencia ideológica en tiempos de pragmatismo electoral. Para otros, su estilo lo acerca más a un populismo de derecha. Pero, más allá de etiquetas, lo cierto es que encarna una reacción contra el estatismo crónico que asfixió a su país durante décadas.

Milei se declara enemigo de la intervención estatal en la economía. Considera que el gasto público desbordado y la emisión monetaria perpetuaron la inflación y la pobreza. Su cruzada contra el keynesianismo y su defensa del libre mercado lo ubican en las antípodas del consenso progresista que dominó la región en los últimos veinte años. Crítico de los bancos centrales, propone un ajuste estructural profundo, la reducción drástica de ministerios y un giro geopolítico pro estadounidense y pro israelí. Su programa, en suma, busca desmantelar el entramado burocrático que convirtió al Estado argentino en un obstáculo para el desarrollo.

Lo interesante es que este viraje ideológico no se limita a Argentina. Los últimos procesos electorales en la región muestran un claro corrimiento hacia el centro-derecha. En Chile, las fuerzas liberales vuelven a ganar terreno. En Brasil, el gobierno de Lula percibe el avance de una alternativa liberal vecina que podría contagiar a su propio electorado. Los vientos del cambio soplan, y con fuerza.

Para Uruguay, este giro resulta particularmente incómodo. El eventual éxito de Milei interpelaría nuestro conformismo político. Nos obligaría a preguntarnos si no podríamos hacer más, si no podríamos ir más lejos. Durante años, Uruguay se vio a sí mismo como el país estable y predecible del Cono Sur, pero si Argentina logra estabilizar su moneda, ordenar sus cuentas y volver a crecer, esa ventaja podría evaporarse. Un vecino en expansión se transformaría en un competidor directo por inversiones, talento y proyectos regionales. Y ese escenario podría actuar como catalizador de nuestras propias reformas. Porque si Argentina demuestra que se puede reducir el gasto público y aún así crecer, la presión sobre nuestro modelo estatista sería inevitable. Hoy el Estado uruguayo es vasto, costoso e ineficiente. Los reclamos y paros constantes reflejan un sistema saturado, incapaz de financiar sus propias demandas. Los sueldos de la clase política, altos en comparación con la productividad nacional, contrastan con un sector privado débil, una industria casi inexistente y una moneda sobrevaluada que destruye competitividad.

Por supuesto, todo depende de que el experimento argentino funcione. Milei apuesta fuerte, y el riesgo de colapso existe. Pero si su audaz programa logra resultados, si logra convertir el caos en crecimiento y confianza, el continente asistirá a un cambio histórico: el fin del populismo – y del peronismo, que no es poca cosa - como modelo dominante. En su lugar, podría emerger un nuevo ciclo liberal, basado en la responsabilidad fiscal, la libertad económica y la honestidad política.

En definitiva, la era del “Estado que todo lo puede” podría estar llegando a su fin. Y tal vez —solo tal vez— América Latina empiece a descubrir que el verdadero progreso no nace del asistencialismo, sino de la libertad.

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