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Hay cosas que uno ya no entiende, o que, quizás, no quiere entender. Debemos estar cansados de ver y escuchar historias que duelen, de esas que parecen sacadas de un mundo sin afecto ni memoria: hijos que tratan mal a sus padres, que los ignoran, que los dejan solos cuando más los necesitan. Hijos que olvidan todo lo que un día recibieron. Vivimos en tiempos donde la palabra “valores” se pronuncia mucho, pero se practica poco. Donde el respeto se exige hacia uno mismo, pero ya no se ofrece hacia los demás. Y entre tantos cambios, pareciera que algunos se han olvidado del deber más sagrado: cuidar a quienes nos dieron la vida.

El sociólogo Max Weber advertía que la modernidad traería consigo una forma de vivir donde las emociones y los afectos serían reemplazados por la lógica fría de la utilidad. Todo debe servir para algo, todo se mide en función de lo que conviene. Y así, tristemente, también se termina midiendo el valor de las personas.

Quizás por eso tantos hijos ya no ven en sus padres a un ejemplo, sino a una carga. Los tratan como si estorbaran, como si su vejez fuese una molestia. Se olvidan de que esos mismos padres fueron los que trabajaron hasta el cansancio, los que velaron noches enteras por ellos, los que se privaron de mucho para que sus hijos pudieran tener un futuro mejor.

Se escuchan en los pasillos de los hospitales frases que estremecen, madres que se consuelan diciendo que sus hijos “están ocupados”, padres mayores que esperan una visita que nunca llega. Y así, entre excusas y olvidos, se van apagando lentamente, rodeados de un silencio que lastima más que cualquier palabra.

Es cierto que la vida moderna va rápido, que el trabajo, las responsabilidades y los problemas diarios nos consumen. Pero nada justifica el olvido. Ningún apuro puede ser excusa para darle la espalda a quien nos sostuvo cuando éramos vulnerables.

Hay un proverbio que dice: “Cuida a tus padres como ellos te cuidaron cuando no sabías caminar”. Qué necesaria sería esa frase en los tiempos que corren, donde la compasión parece un valor en extinción. No deberíamos naturalizar que un padre mayor termine solo, o que una madre sea tratada con desprecio por sus propios hijos. Eso no es evolución, es retroceso humano.

La vejez no es un castigo. Es la consecuencia natural de haber vivido, de haber dado. Y los padres no merecen ser olvidados, sino honrados. Porque ser hijo no termina cuando uno crece; al contrario, es cuando más sentido tiene. Porque llega un momento en que los roles se invierten: los padres envejecen, se vuelven frágiles, y nos toca a nosotros protegerlos, escucharlos, darles la dignidad que merecen.

Tal vez haya que volver a lo más simple: mirar a nuestros padres con gratitud. Sentarse a conversar, acompañarlos, escucharlos repetir las mismas historias con paciencia. Porque algún día, cuando la vida dé su vuelta inevitable, seremos nosotros quienes esperemos ese mismo gesto.

Quizás sea tiempo de volver a eso. A ser hijos, de verdad.

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