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La noticia llegó este viernes que pasó, y con ella un sabor amargo que aún no se va. Casi 300 funcionarios de la Intendencia de Salto fueron notificados de que no podrán mantener su estabilidad laboral. Lo primero que pensé fue: qué triste panorama. Pero lo que más me dolió quizás no fue tanto el hecho en sí, o mejor dicho, no solamente el hecho en sí, sino ver a quienes celebraban la desgracia ajena. Escuché y leí palabras como “justicia”, “venganza”, hasta “revancha”. Y entonces confirmé, una vez más, lo miserable que puede llegar a ser el alma humana cuando el odio se disfraza de triunfo. Quiero ser claro: no busco la objetividad fría. La objetividad me diría que estos funcionarios ingresaron de manera irregular y que, por tanto, lo que corresponde es el cese. Pero yo no quiero ser objetivo. Quiero ser justo. Y ser justo significa reconocer que lo que hoy está en juego no son expedientes ni decretos, ni reglamentaciones o leyes, sino familias enteras que quedan a la deriva.

¿O acaso no es doloroso pensar en esos hogares donde ya no habrá plata para pagar tal o cual curso de los hijos, donde los padres tendrán que decirle a sus hijos que los championes prometidos no llegarán, que aquella soñada fiesta de 15 años tendrá que cancelarse? Esa es la dimensión real de este asunto, y esa es la dimensión que deberíamos poner en el centro.

Algunos dicen y seguirán diciendo: “Esto mismo ocurrió en 2015”. Y tienen razón. También en aquel entonces me dolió, y me sigue doliendo hasta hoy. El sufrimiento no cambia de color según quién gobierne. No me importa si hoy son unos y ayer fueron otros. Me importa que detrás de cada firma, detrás de cada resolución, hay personas. Me importa que los funcionarios, que en su mayoría solo querían trabajar (porque me consta que es así, sé que no es cierto que la mayoría son personas que no asistían a trabajar), ahora deben enfrentar la incertidumbre y la angustia.

Claro que hay responsabilidades políticas, eso no está en discusión. Es innegable que las autoridades que en su momento firmaron ingresos ilegales son responsables de haber creado esta ilusión de estabilidad. Pero pregunto: ¿qué sanción reciben ellos? ¿Quién responde por haber jugado con las expectativas de cientos de familias? Es fácil decir que la culpa es de la administración anterior, pero esa explicación no lleva un plato de comida a la mesa de quienes hoy se quedan sin sustento.

Lo más doloroso de todo esto es constatar, una vez más, que la política sigue utilizando a las personas como piezas de ajedrez. Que se juegue con la necesidad de la gente como si fueran fichas descartables es algo que debería avergonzarnos como sociedad. La gente no es botín de guerra, no es rehén de odios acumulados ni trofeo de venganza.

Hoy son estas casi 300 familias, mañana podrían ser otras. Y mientras tanto, los discursos se llenan de frases vacías, de acusaciones cruzadas, de excusas que poco importan frente al drama humano. Lo urgente, lo verdaderamente importante, es no perder de vista que detrás de cada número hay un rostro, detrás de cada nombre un hijo, una madre, un abuelo que depende de ese salario.

Si la política no logra poner a la persona en el centro, todo lo demás se vuelve una farsa. Lo humano debería estar por encima de lo político. Y cuando eso no ocurre, lo único que queda es tristeza.

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