El mantenimiento de un privilegio indebido
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

La suspensión por 60 días del decreto que modificó el régimen de licencias médicas para los funcionarios públicos ha sido celebrado con entusiasmo por la Confederación de Funcionarios del Estado (COFE). Para el sindicato, liderado por Joselo López, se trata de un logro político y gremial relevante. Sin embargo, más allá de los vítores, esta medida transitoria evidencia un retroceso en materia de equidad y justicia social.
Que los sindicatos defiendan los intereses de sus afiliados no es reprochable. Por el contrario, es su razón de ser. Pero sí resulta preocupante que el Estado —y en este caso, el propio Poder Ejecutivo— se preste a reproducir viejas desigualdades que separan a los trabajadores en dos castas: los del sector público, con prerrogativas generosas y márgenes laxos para el uso de licencias, y los del sector privado, que enfrentan restricciones más severas y un control mucho más estricto sobre sus certificaciones médicas.
El régimen suspendido —que establecía nueve días hábiles anuales de licencia médica con goce total de sueldo, y luego un 75% del salario— no es, ni por asomo, más gravoso que lo que ya rige para la mayoría de los trabajadores del sector privado, que deben asumir el costo de los tres primeros días de ausencia y luego reciben solo el 70% del salario mediante el Banco de Previsión Social. ¿Dónde está, entonces, la supuesta inconstitucionalidad o el “ajuste brutal” que denuncia COFE?
El problema de fondo es que durante años, en el ámbito público, las licencias médicas han sido utilizadas por muchos como una extensión encubierta del régimen de vacaciones. No se trata de criminalizar a quien verdaderamente enferma, sino de reconocer que los abusos existen, son conocidos y han sido incluso admitidos por el propio Joselo López. Especialmente en funcionarios con doble empleo. ¿Cómo puede justificarse, entonces, volver atrás en los controles y reinstaurar el régimen que facilita esas prácticas?
La decisión del gobierno, convalidada públicamente por el secretario de Presidencia, Alejandro “Pacha” Sánchez, se escuda en el deseo de proteger a los trabajadores enfermos y de promover el diálogo. Pero la suspensión del decreto justo al inicio del invierno —época de mayor cantidad de certificaciones médicas— despierta sospechas fundadas sobre el verdadero alcance de esta medida: ceder ante la presión de un sindicato fuerte, evitando un conflicto político de mayor dimensión, a costa del interés general.
En lugar de sostener una reforma razonable que buscaba atenuar la inequidad, se optó por abrir una negociación cuyo resultado es, por ahora, la restauración de un privilegio. Un privilegio que no tienen los trabajadores privados, pero que todos, incluso ellos, pagan con sus impuestos. La promesa de “controlar a los vivos” no alcanza si no se sostiene con herramientas normativas claras y una voluntad política firme de evitar que se abuse del sistema.
El Estado debe actuar como garante del bien común, no como rehén de las presiones corporativas. Y en ese sentido, el mensaje enviado por el Ejecutivo es lamentable: se puede presionar, se puede denunciar ante organismos internacionales, y se puede obtener, sin costo aparente, la reversión de una medida legítima y equitativa.
La defensa de los derechos laborales debe ser compatible con la responsabilidad y la equidad. Si no es así, se pierde autoridad moral, se reproduce el clientelismo y, lo que es peor, se castiga a los que cumplen mientras se premia, una vez más, a quienes saben cómo aprovecharse del sistema.
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