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El testimonio del fiscal Ricardo Perciballe ante la Cámara de Diputados reavivó una tensión institucional que no puede ni debe minimizarse. No se trata simplemente de una diferencia de criterios dentro del sistema judicial. Se trata de una acusación, con nombre y apellido, que cuestiona la independencia del Ministerio Público y, en última instancia, la salud misma de nuestra democracia.

Perciballe no fue liviano en sus declaraciones. Habló con serenidad, con pesar, pero también con una claridad que debería haber movilizado a todos los sectores políticos, sin excepción. Relató cómo fue trasladado de la Fiscalía de Crimen Organizado apenas semanas después de que Jorge Díaz asumiera como fiscal de Corte, en momentos en que varias causas sensibles comenzaban a tomar vuelo. No pidió ser removido. No fue evaluado negativamente. Simplemente, fue apartado. Y lo fue por decisión directa del nuevo jerarca.

Lo que dijo Perciballe no fue una acusación directa, pero sí una sospecha fundada. No tiene pruebas irrefutables, como él mismo admitió, pero tiene hechos que se encadenan con lógica inquietante. Fue desplazado de una unidad clave, luego degradado, y terminó litigando ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo para recuperar su posición. Nadie puede negar que lo vivido por este fiscal tiene, por lo menos, apariencia de represalia o maniobra política.

El Frente Amplio, lejos de tomar el guante con sentido republicano, reaccionó como si le pisaran la cola. En lugar de escuchar al fiscal, intentó deslegitimar su voz. Mientras se negaban a recibirlo en el Senado, desplegaron una ofensiva contra la actual fiscal de Corte, Mónica Ferrero, por la reorganización de fiscales en casos que afectan a figuras como Charles Carrera. Es decir, callaron al denunciante y presionaron a quien hoy tiene la responsabilidad institucional.

¿No debería el partido que más se llena la boca con la defensa de la democracia y los derechos, ser el primero en exigir transparencia? Si Perciballe está equivocado, que se pruebe. Si sus presunciones no son ciertas, que se lo refute. Pero negarle el derecho a declarar o banalizar sus palabras solo siembra más dudas.

Este episodio no está aislado. Forma parte de un patrón que se repite. La presión sobre fiscales como Gilberto Rodríguez, que investiga a dirigentes del Partido Comunista, va en la misma línea. La estrategia de deslegitimar procesos judiciales incómodos es cada vez más visible. La tentación de politizar la Fiscalía, de condicionar su accionar, de blindar a los propios, es un reflejo autoritario que ninguna fuerza política debería permitirse.

Por eso la idea de crear un Ministerio de Justicia en este contexto se vuelve tan delicada. No se puede aceptar con ingenuidad que quienes han demostrado vocación por intervenir la justicia, tengan en sus manos el poder institucional para hacerlo. No es un tema de nombres propios, sino de garantías sistémicas. Un ministerio con competencia en políticas judiciales debe estar blindado contra toda injerencia partidaria.

El riesgo es real. Cuando un fiscal afirma que pudo haber sido desplazado para frenar investigaciones incómodas, la democracia se resiente. Cuando el oficialismo se niega a escuchar y responde con más presión, el deterioro institucional se profundiza. En una república, los contrapesos son sagrados. Y no hay contrapeso más importante que una justicia autónoma, capaz de investigar sin mirar colores políticos.

Es posible apoyar la creación de un Ministerio de Justicia. Es deseable modernizar el sistema y garantizar mayor acceso a derechos. Pero también es imprescindible advertir el peligro de cederle el control de esa herramienta a quienes confunden gobernar con dominar. Porque cuando se entrega la llave del gallinero al zorro, no solo se traiciona la confianza pública: se habilita la impunidad. Y de eso, esta democracia no puede sobrevivir mucho más.

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