Una tragedia que nos interpela
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

La tragedia que sacudió al país en las últimas horas, con el hallazgo del auto sumergido en el arroyo Don Esteban y los cuerpos sin vida de un padre y sus dos hijos, deja mucho más que dolor. Nos enfrenta a preguntas que incomodan y a realidades que preferimos no mirar de frente: la violencia intrafamiliar, las fallas de prevención institucional y la incapacidad de una sociedad entera para detectar a tiempo las señales de un desenlace que ahora parece inevitable. El padre había secuestrado a los niños, en un acto desesperado y brutal, que solo podía terminar en el horror. El hecho no fue un arrebato súbito de locura: detrás había conflictos, tensiones y alertas que, de algún modo, no encontraron la respuesta adecuada. La pregunta que flota es inevitable: ¿pudo haberse evitado?
La justicia, la policía, los servicios sociales y las instituciones educativas suelen ser los primeros ámbitos donde aparecen las señales de alarma. Pero la experiencia nos dice que, demasiadas veces, las advertencias se pierden en la maraña burocrática, en la falta de coordinación o en la ausencia de recursos. Y mientras tanto, las víctimas quedan atrapadas en un espiral de riesgo que termina en la peor de las noticias.
No se trata de buscar culpables individuales en medio de la conmoción, sino de asumir una responsabilidad colectiva. Como sociedad, seguimos fallando en la protección de los más vulnerables: los niños. Se repite hasta el cansancio que ellos son “prioridad absoluta”, pero la realidad contradice esa frase. En los hechos, los sistemas de protección no llegan a tiempo, los protocolos son débiles y la coordinación interinstitucional es más una consigna que una práctica real. Lo ocurrido también desnuda otra cara sombría: la masculinidad posesiva y destructiva que todavía impera en muchos hogares. Ese padre, en lugar de entender su rol como el de cuidar y amar, lo transformó en un acto de dominio absoluto. El secuestro de los hijos no fue solo un intento de castigo hacia la madre; fue la materialización de una cultura donde el poder se confunde con la paternidad, y el amor con la posesión. Los niños se convierten así en rehenes del conflicto adulto. Y cuando los mecanismos de contención fallan, cuando el Estado no llega y cuando el entorno social no reacciona, el desenlace es el que hoy lamentamos.
Un editorial no puede devolver la vida ni calmar el dolor de una familia destrozada, pero sí puede alzar la voz para exigir que este caso no quede como una tragedia más que pasará en unos días al olvido mediático. El país necesita una revisión profunda de sus políticas de protección a la infancia, un fortalecimiento real de la coordinación entre justicia, policía, salud y educación, y sobre todo, un cambio cultural que destierre la idea de que los hijos son propiedad de los padres. Los niños son sujetos de derecho, no objetos de disputa. Merecen crecer en entornos seguros, libres del terror de ser usados como herramientas en conflictos que no les pertenecen.
El hallazgo del auto en las aguas del arroyo Don Esteban no es solo una postal desgarradora: es un espejo que nos obliga a mirarnos sin excusas. La violencia no surge de la nada, se gesta en la indiferencia y se concreta en la ausencia de respuestas. Ojalá el dolor de hoy sirva, al menos, para que la tragedia marque un antes y un después.
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