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En los últimos días he tenido la oportunidad de conversar con varios profesionales de la salud mental, psicólogos, psicoterapeutas y terapeutas familiares. Cada uno ha traído a la mesa una temática distinta, abarcando desde la ansiedad, la evolución del concepto de familia, la salud emocional, hasta el doloroso y complejo tema del suicidio. A simple vista, estos pueden parecer asuntos muy diferentes entre sí, pero con el correr de las charlas descubrí un hilo conductor que los une, la importancia de hablar.

En nuestra sociedad, aún pesa un fuerte estigma sobre muchos de estos temas. Se habla poco, se esconde mucho y se juzga con demasiada facilidad. Afortunadamente, los profesionales con los que escuché coinciden en algo esencial, hablar salva. La comunicación, tanto con los demás como con nosotros mismos, es una herramienta poderosa para prevenir y sanar. No se trata solo de expresar lo que sentimos, sino de hacerlo en un espacio seguro, donde podamos encontrar comprensión y guía.

Muy claros son a la hora de derribar mitos, por ejemplo, acudir a terapia no significa estar “loco”. Este prejuicio, lamentablemente aún muy extendido, impide que muchas personas busquen ayuda cuando más la necesitan. Ir al psicólogo es un acto de valentía, de autocuidado, de responsabilidad personal. No es muy distinto de ir al médico cuando sentimos un dolor físico; la diferencia es que en lugar de sanar el cuerpo, nos ocupamos de sanar la mente.

La ansiedad, por ejemplo, es una de las problemáticas más frecuentes hoy en día. Vivimos en un mundo acelerado, hiperconectado, que constantemente nos exige estar bien, ser productivos, sonreír. Pero ¿qué pasa con todo aquello que no mostramos? La presión por encajar, el miedo al fracaso, la inseguridad constante, todo eso va haciendo desgaste. Y lo peor es que muchas veces lo callamos. No porque no lo sintamos, sino porque creemos que no está bien hablarlo. Porque nos enseñaron que hay que ser fuertes, que los problemas se resuelven solos, que las emociones son una debilidad.

Pero, como bien señalaron estos profesionales, los problemas no desaparecen por ignorarlos. De hecho, suelen crecer en el silencio. En cambio, cuando se habla, cuando se busca ayuda, cuando se escucha y se es escuchado, empieza la verdadera transformación. Todos coincidieron en algo esperanzador, todo problema tiene solución, aunque a veces esa solución no sea inmediata ni fácil de alcanzar. La clave está en no cargar con todo en soledad.

Otro punto en común fue la necesidad de revisar y actualizar nuestras ideas sobre la familia. Hoy en día existen múltiples formas de vínculo familiar, todas válidas y necesarias. Inclusive la definición de familia en la Real Academia Española ha cambiado. La familia tradicional ya no es la única estructura aceptada, y reconocer esta diversidad también contribuye a la salud mental.

Otro tema delicado abordado fue el suicidio. Tristemente, se sigue tratando como tabú. El miedo a hablar de ello, a “invocarlo”, ha hecho que se silencie por décadas. Pero la realidad es que hablar del suicidio no lo provoca, lo previene. Escuchar, contener, acompañar, estar presentes… son acciones que pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte para alguien que sufre. Los especialistas insisten en que no estamos solos, que siempre hay alguien dispuesto a ayudar, y que no debemos subestimar el poder de una conversación honesta.

Lo que nos ha dejado estas conversaciones son certezas, necesitamos hablar más y juzgar menos. Necesitamos derribar los muros del prejuicio y construir puentes de empatía. Porque la salud mental no es un lujo ni un privilegio, es un derecho y una necesidad. Y como toda necesidad humana, debe ser atendida, acompañada y, sobre todo, visibilizada.

Hablemos. De la ansiedad, del dolor, de la familia, del suicidio. Hablemos sin miedo, sin culpa, sin vergüenza. Porque solo así podremos construir una sociedad más sana y más humana.

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