Todavía hay jueces en Berlín
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Por el Dr. Luca Manassi Orihuela
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lucamano@gmail.com

La libertad de prensa no es un lujo de periodistas o grandes cadenas de medios: es la primera línea de defensa frente al poder. En Uruguay es un derecho consagrado desde la primera Constitución, pero cada tanto conviene recordarlo. La libertad de prensa suele parecer un tema lejano, reservado a importantes medios o famosos comunicadores, pero en realidad es un tema que nos toca a todos. Es el derecho a decir lo que pensamos, a acceder a información pública y a que nadie —ni el gobierno, ni una empresa, ni siquiera un Juez— pueda silenciar una voz solo porque incomoda.
Desde 1830, Uruguay protege ese derecho en su Constitución, y la de 1967 lo reafirma: comunicar pensamientos es “enteramente libre” y no necesita autorización previa. Así de claro. Pero también dice, muy sensatamente, que quien abuse de esa libertad es responsable y debe responder.
Ahí está el punto de equilibrio: cómo defender la crítica sin permitir el agravio, cómo evitar que el poder se escude en los abusos para limitar la voz del ciudadano o periodista.
Durante mucho tiempo, las leyes uruguayas tuvieron zonas grises. El delito de desacato, por ejemplo, servía para castigar a quien criticara a un funcionario público. Fue derogado en 1989, un paso importante hacia una prensa libre. Después llegó la Ley que consagra el Derecho de Acceso a la Información Pública, que obligó a los organismos públicos a brindar información a cualquiera que la pida. Y más tarde, la Ley 19.307, que buscó ordenar el funcionamiento de los medios sin meterse en sus contenidos. El mensaje general es claro: la información es un bien público.
Hace algunos siglos, un granjero tenía su molino pegado al palacio del Rey Federico el Grande, en Prusia. Al rey le molestaba que esas aspas se vieran desde su ventana y quiso comprarlo. El molinero se negó y el monarca amenazó con expropiarlo. El molinero, tranquilo, le contestó: “Majestad, todavía hay jueces en Berlín”. Y los hubo: la justicia le dio la razón y el molino siguió en pie. Desde entonces, la frase se usa como una forma elegante de recordar que, por encima de cualquier poder, siempre debe haber alguien capaz de ponerle un límite.
Y en esa línea la justicia se ha pronunciado muchas veces. En un caso contra el Estado, la Suprema Corte de Justicia sentenció que la libertad de expresión incluye no solo el derecho a hablar, sino también a recibir información. En la misma línea el TCA anuló sanciones a periodistas al entender que el Estado no puede disfrazar la censura de “regulación”.
Gracias a todo esto y mucho más, Uruguay figura entre los países mejor calificados del continente en los informes de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras y Freedom House.
Sin embargo, la libertad no se defiende sola. Cada tanto hay algunos episodios episodios que recuerdan su fragilidad: periodistas tratados de partidarios por comentarios que molestan, presiones económicas a medios locales y funcionarios que confunden crítica con ataque personal.
Proteger la libertad de prensa no es solo proteger a los periodistas: es proteger al ciudadano. Porque sin una prensa libre, nadie controla al poder, nadie cuestiona al status quo, nadie destapa los abusos, y no se puede formar una opinión informada. La libertad de expresión, decía la Corte Interamericana, ampara también las ideas que “chocan, inquietan o perturban”. En otras palabras, una sociedad democrática necesita ruido: necesita debate, incomodidad y preguntas difíciles.
Y como escribió Emil Cioran, un auténtico demócrata debe poseer una gran cuantía de coraje, esa virtud particular que él llamaba potencia del alma. Defender la libertad de prensa es exactamente eso: tener el coraje de proteger la palabra del otro, incluso cuando incomoda, incluso cuando molesta.
Por eso, frente a cada intento de censura, de presión o de desprestigio de periodistas, conviene recordar que en una República la prensa nunca es un enemigo, sino un aliado incómodo.
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