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El rey Luis II de Baviera no gustaba comer con personas. Solía cenar rodeado de estatuas de otros monarcas y personalidades. Ejercía así un poder exquisito. Decidía con quien compartir la mesa, definía con quien hablar y sobre todo, elegía a quién escuchar. Monarcas, reyes y monarquías no son lo nuestro, está claro, hijos que somos de la república, de su filosofía, sus instituciones, sus garantías.

Pero rescatemos por un instante el ejemplo de ese rey Luis II, que tiene la magia de hacer escuchar a quienes ya no están entre nosotros y de pronto nos recuerdan lo que nunca debimos olvidar.  Fue un rey, además, -elegido con luz por la pluma metafísica de Fernando Pessoa- que pudo ser otra cosa. Digámoslo en uruguayo, andaba y recorría la campiña bávara siempre en contacto con los sectores populares, con los trabajadores, con los granjeros. Solía escuchar y entender a los de abajo.

¿Hay en este Uruguay, saturado de astessianofilia y castrado de memorias, una mesa parecida? Con estatuas que nos recuerden los principios que animan un camino histórico del que jamás debimos apartarnos. Hay. Elijamos de una vez estatuas de esa mesa. Cinco.

En la cabecera don Frutos. Sí, el General Fructuoso Rivera. Inmenso, elegante, andaluz. Llano. Sus ojos están llenos de brillos universales que la historia ha puesto en ellos. Está sentado como cuando cenaba en Buenos Aires, entre élites, antes de exiliarse a los montes de Santa Fe en 1826.
Y llegar a la madrugada siguiente a churrasquear con sus gauchos, indios y lanceros. ¿Para hablar de qué? Pues de la libertad y de la patria nueva. Eso. La libertad y la patria que había que parir. Lo insultaron mucho en la prensa durante su presidencia mi General…
Alcanza que diga Frutos. Sí, don Frutos, ¿qué hizo con tanta puteada de los contrarios? Renuncié públicamente a cualquier acción judicial contra ellos, en vez de censuras les devolví libertad. Así fue. Dio todo. Y alcanzado por la pobreza, la más pura, la del que nace rico y muere sin nada de este mundo, fue bienvenido por la gloria. Don Frutos baja la mirada. Calla.

A un costado, serio, viejo, casi ciego, un señor sin sonrisa deja escuchar algo. Suárez.- Joaquín, ¿sí? Sí.  Usted fue muy rico y murió en la pobreza absoluta. Dio su fortuna entera para defender a la patria.  Ella me dio todo, hijos, tierra para cultivar cuando fui viejo, libertad para vivir y gloria para morir. No aceptó que le devolvieran esos dineros. Como don Frutos, nació rico y murió pobre. Debemos devolverle sus aportes Suárez… A la madre no se le llevan cuentas. Aahhh…

Ese hombre a su lado, gigante, parece estatua de lo superior, no se mueve. Es Pepe, Pepe Batlle. ¿Habla? Poco. Escribe mucho.  ¿Qué escribe? Nuestra obra es de justicia para todos; para nosotros y para nuestros adversarios; para nuestros hijos y para los hijos de nuestros adversarios.

¿Qué más? Hagamos un país modelo. ¿Hace falta algo más? Por momentos las miradas parecen ya no estar. O estar en huida. Pero uno y otro instante en esa mesa sigue convocando a la unión de los tiempos. Cada estatua observa todo desde un mármol que no está claro si es piedra, o alma.  ¿Qué tiene usted ahí? Es mi corazón. Sangra… Sí, seguirá sangrando por la libertad en el mundo. Usted es Brum. Se lo partió de un balazo… Sí, la dictadura no lo resistió.  Mártir… No lo sé. Soy el que fui. Mi alma tiene muchos corazones donde volverá a partirse.

Casi todos han dicho lo suyo. Entre palabras y silencios venidos de lo antiguo, varias verdades se sonríen renovadas. La mesa se apronta para ver esfumarse a los invitados. Entre las cinco hay una estatua que se va con su mudez intacta. Usted ha estado en silencio…

¿Quién es?  Soy la esperanza.

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