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La derecha anclada en el pasado
La muerte de José “Pepe” Mujica no ocurrió —por fortuna— de alguna acción violenta o indeseable, pero imaginar las reacciones que su fallecimiento despierta en sectores de la derecha permite una reflexión profunda. No moral, sino sobre la miopía política que muchas veces afecta al pensamiento conservador, ya sea en su versión liberal o nacionalista. En estos sectores, todavía se piensa, se siente y se opina como si estuviéramos en plena Guerra Fría.
Es significativo, que algunos de estos sectores se congratulen — con cinismo— ante la muerte de Mujica. No por lo que él representó hasta hoy, sino por lo que fue hace más de medio siglo. Esta actitud no sólo es moralmente cuestionable, sino, sobre todo, políticamente estúpida. Mujica es, sin lugar a dudas, un símbolo, pero no uno que deba ser combatido con odio; es, en realidad, una muestra de cómo las instituciones democráticas pueden asimilar y redimir incluso a sus adversarios más radicales.
No se trata de idealizar a Mujica.
Su pasado guerrillero, sus años como tupamaro, su involucramiento en acciones armadas, están en los libros de historia. También lo están sus años en prisión, sus fugas, y su progresiva transformación. Mujica no fue un mártir ni un héroe. Fue, como muchos en su generación, un hombre que creyó en una utopía equivocada. Pero también fue un hombre que comprendió, en algún momento, que el camino no era la violencia sino la democracia.
Fracaso de la Vía Armada
Este último punto es el que la derecha debería comprender si desea dejar de repetir errores del pasado. Mujica, como otros antiguos revolucionarios en América Latina, entendió que la vía armada había fracasado. Entendió que la Revolución Cubana no era viable para nuestro país. Y, quizás lo más importante: entendió que la democracia, esa misma que él combatió de joven, era el único espacio donde podía y debía actuar.
Presidente por las urnas
Paradójicamente, fue gracias a la victoria de las Fuerzas Armadas sobre los movimientos subversivos que Mujica pudo convertirse en presidente de la República. Porque sin esa victoria, los países del Cono Sur habrían caído en el abismo de dictaduras comunistas. Fue esa victoria —militar, institucional, histórica— la que preservó el marco democrático que permitió su resurgimiento político. Y Mujica lo honró. Lo hizo gobernando con apego a las reglas de juego, garantizando la continuidad institucional, respetando la oposición y las libertades fundamentales. En ese sentido, terminó haciendo mucho más por la democracia que muchos de sus críticos.
Dejar de hablar al espejo de los 70
La derecha, si aspira a volver a ser un actor relevante y no sólo un grupo de nostálgicos enfadados, debe dejar de hablarle al espejo de los años 70. Mujica no es el enemigo. Lo fue, pero ya no lo es. Hoy, es un ejemplo —incómodo, sí— de reconciliación, de adaptación, incluso de sabiduría política. Seguir odiándolo es no entender nada. Es empujar al pensamiento de derecha hacia la irrelevancia, hacia ser un eco gastado de voces que ya nadie escucha con atención. Peor aún, es una traición al triunfo democrático que tanto les gusta enarbolar. La derecha debería aprender, aunque más no sea por conveniencia, que los tiempos cambian. Y que aferrarse al pasado sólo garantiza perder el futuro. Demócrata real
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