Ante la honestidad prometida es inaceptable la corrupción tolerada
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

En 1976, "Todos los hombres del presidente" sacudió conciencias al desnudar el poder y su capacidad de corromper, al tiempo que ensalzaba el rol de la prensa libre como sostén de la democracia. Aquel filme —basado en hechos reales— no solo mostró la valentía de dos periodistas, sino también la estructura y el compromiso que toda investigación periodística debería tener: paciencia, rigurosidad y un sentido profundo de justicia.
Hoy, casi 50 años después, en Uruguay, esa historia parece más real y cercana de lo que muchos querrían admitir. La diferencia es que en nuestro caso, la cinta aún se está escribiendo, pero con protagonistas que, en lugar de honrar la verdad, parecen hacer todo lo posible por esconderla bajo la alfombra del olvido.
El presidente Yamandú Orsi, al asumir su candidatura por el Frente Amplio, hizo una declaración contundente, con tono casi épico: “La honestidad gobernará en todos los ámbitos donde actuemos”. Palabras que, en su momento, entusiasmaron a muchos y dieron esperanzas de un cambio profundo. Palabras que, hoy, suenan a promesas rotas, a retórica vacía.
Porque la honestidad no se declama, se practica. Y lo que ha demostrado el novel gobierno, en apenas tres meses, es que la corrupción no ha sido erradicada, sino maquillada, minimizada y —en algunos casos— directamente tolerada.
El caso de la ex ministra Irene Cairo fue la primera señal de alarma: construcción irregular de viviendas familiares, evasión de impuestos, y una salida silenciosa del gabinete. Un episodio vergonzoso que el Frente Amplio pareció querer enterrar con rapidez.
Luego, llegó el turno de Rodrigo Arim, director de la OPP. Otro jerarca, otro escándalo: ampliación no declarada de su propiedad, evasión de tributos, y una actitud displicente ante las denuncias. La estrategia fue la misma: apostar al desgaste mediático, al olvido ciudadano, a la desmemoria nacional. Arim sigue en su cargo, como si nada.
Pero la gota que colmó el vaso fue el escandaloso episodio de la estancia María Dolores. Un homenaje a Mujica convertido en un acto de opacidad, con una compra millonaria apurada y dudosa por parte del Instituto Nacional de Colonización (INC). El colono que presidía el organismo, deudor del propio INC, aprobó la operación mientras estaba constitucionalmente impedido de ejercer ese rol. Todo lo actuado quedó desautorizado. Y Orsi, con la ley en la mano, tuvo que removerlo. Pero el daño ya estaba hecho. La mancha ya estaba estampada.
Tres escándalos en tan poco tiempo. Tres oportunidades perdidas para demostrar que el compromiso con la honestidad era algo más que un slogan de campaña. Tres bofetadas a una ciudadanía que, cada vez con más escepticismo, observa cómo el poder repite sus viejos vicios, sin importar quién lo ejerza.
No hay democracia sólida sin transparencia. No hay república sin consecuencias. Y no hay libertad de expresión si el mensajero es demonizado por hacer su trabajo. Lo sucedido con el periodista Ignacio Álvarez, blanco de ataques por exponer estos hechos, es otro síntoma del deterioro institucional y ético que estamos viviendo.
Es hora de dejar la hipocresía a un lado. De asumir que la honestidad no se decreta, se fiscaliza. Y de recordar que el poder, cuando no es controlado, inevitablemente se corrompe. A Yamandú Orsi le toca decidir si quiere ser recordado como quien prometió limpiar la política... o como otro, que se dejó arrastrar por el lodo.
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