El agua, una batalla cultural que Uruguay no puede postergar
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Por Jose Pedro Cardozo
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El verano pasado dejó al descubierto una fragilidad que pocos imaginaban para un país como Uruguay: la escasez de agua potable en el área metropolitana. El nivel crítico del embalse de Paso Severino, la salinización del agua corriente y la angustia generalizada ante la falta de un recurso tan esencial marcaron un antes y un después. Fue un llamado de atención, tan claro como urgente, sobre un fenómeno que ya no se puede mirar como una excepción o una anomalía. La crisis del agua no es un episodio aislado: es parte de una transformación global que exige, más que obras, un profundo cambio cultural.
La verdadera batalla por el agua no se ganará solo en las represas o en las plantas potabilizadoras, sino en nuestras casas, nuestras rutinas y nuestras decisiones cotidianas. Así como hubo un tiempo en que la sociedad aprendió a ponerse el cinturón de seguridad o a apagar el cigarrillo en espacios cerrados, ha llegado el momento de resignificar nuestra relación con el agua. No como un recurso infinito y garantizado, sino como un bien común, limitado y valioso.
En Uruguay, históricamente privilegiado por su disponibilidad hídrica, este cambio de mentalidad puede parecer innecesario o incluso exagerado. Pero la experiencia reciente en Montevideo y Canelones demostró que ni siquiera nosotros estamos exentos del estrés hídrico. La sequía, el cambio climático, la presión sobre las fuentes naturales y la falta de previsión en infraestructura convirtieron lo impensable en real. Y si no queremos repetir esa historia, debemos aprender de ella.
Hay señales de esperanza. Tecnologías accesibles como los tanques de recolección de agua de lluvia, los sistemas de reúso de aguas grises, los sensores de fugas y la captación inteligente ya están disponibles en el mercado. Pero, como en todo cambio cultural, el problema no es técnico: es de conciencia. No se trata de limitarse o vivir con miedo, sino de ser inteligentes. Usar agua potable para regar jardines o lavar autos, cuando podríamos usar agua reciclada o de lluvia, no es comodidad: es derroche.
El concepto de fit for use water —usar la calidad de agua adecuada para cada fin— debería formar parte de la planificación urbana, de los códigos de edificación y, sobre todo, de la cultura doméstica. De la misma forma en que hoy se exigen medidores eléctricos o instalaciones para gas, los nuevos proyectos habitacionales y comerciales deberían incorporar soluciones hídricas sostenibles como estándar.
También es hora de preguntarnos sobre el agua que no vemos. La huella hídrica de los productos que consumimos, el impacto de determinadas industrias o la sostenibilidad de los emprendimientos inmobiliarios deberían ser parte del análisis. ¿Qué tan viable es un desarrollo urbano si no tiene asegurado el acceso a fuentes de agua confiables? ¿Por qué no exigir que las inversiones productivas incorporen la variable hídrica como un criterio central, tal como ocurre con la eficiencia energética o el impacto ambiental?
La educación también tiene un papel fundamental. El respeto por el agua, su valor, su cuidado y su uso racional deben enseñarse desde la infancia. Así como aprendimos a separar residuos o a cuidar la energía, los niños deben crecer comprendiendo que el agua no se derrocha y que cada gota cuenta.
La próxima gran batalla no será entre países ni entre generaciones: será entre nuestra vieja idea de abundancia garantizada y la necesidad urgente de vivir con inteligencia hídrica. Y esa transformación empieza ahora, en nuestros hogares, con cada ducha más corta, con cada tanque de lluvia instalado, con cada pregunta que nos hacemos antes de abrir una canilla. No hay excusas. Ya no se trata de evitar una crisis futura: se trata de no repetir la que ya vivimos.
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