El gobernar sin ética ni ejemplos
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Por José Pedro Cardozo
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La ética en la gestión pública no es un accesorio de campaña: es un compromiso con la ciudadanía. Sin embargo, lo que hemos presenciado en las últimas semanas desde altas esferas del Frente Amplio (FA) pone en entredicho ese compromiso y expone un patrón inquietante de impunidad, silencio cómplice y desprecio por las normas más básicas del Estado de Derecho.
Como es notorio, Cecilia Cairo debió dejar su cargo en el Ministerio de Vivienda tras conocerse que evadió sus obligaciones fiscales. Fue un acto bochornoso, pero al menos derivó en una renuncia. Un caso similar e incluso más grave, parece no tener consecuencias. Rodrigo Arim, actual Director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) y ex rector de la Universidad de la República, enfrenta cuestionamientos por estar omiso con obligaciones y haber usufructuado y alquilado su casa de veraneo en Maldonado sin contar con habilitación municipal ni final de obra. Arim alega desconocer la normativa, una excusa insólita para alguien de su trayectoria académica. ¿Ignorancia real o arrogancia impune?
La reacción oficial ha sido el silencio. Ni una palabra del presidente Orsi, ni del FA como fuerza política. Peor aún: se supo que el presidente del partido, propietario de una casa en José Ignacio, inició en paralelo gestiones de regularización, como si el escándalo fuera una advertencia para otros con deudas pendientes. La transparencia y la ejemplaridad parecen haber quedado en el archivo de los slogans electorales.
Y mientras el país digiere este episodio, surge otro aún más revelador del uso patrimonialista del poder: el caso de Alejandra Koch, vicepresidenta de la Administración Nacional de Puertos (ANP). Ni bien asumió, ascendió a su propio esposo a jefe de una división creada ad hoc, con aumento salarial y una compensación del 60% por “permanencia a la orden”. Una jugada de nepotismo tan burda como ofensiva, coronada con el ascenso de su chofer personal, también sin concurso.
La ingeniería institucional para camuflar estas decisiones es una afrenta a la meritocracia y al Estado profesional que tanto se pregona. El presidente de la ANP, Pablo Genta, inicialmente reticente, terminó cediendo ante la presión del sindicato portuario, mostrando cuán frágil puede ser la voluntad política cuando se entrelaza con intereses sectoriales. Solo la ministra de Transporte, Lucía Etcheverry, puso freno a esta barbaridad al anular la resolución. Su gesto, aunque tardío, demostró que aún queda algo de sentido común en la gestión pública.
Pero el Presidente Orsi sigue sin pronunciarse. Su única reacción fue una vaga declaración sobre que “Arim es un hombre grande, sabe lo que hace y lo que deberá hacer”, y una inusitada preocupación por el déficit de Ancap, olvidando que ese agujero financiero tiene también sello frenteamplista. Nada ha dicho sobre los 22 ascensos digitados en la ANP ni sobre el uso político de cargos y recursos públicos.
La honestidad, lejos de ser un principio rector, se ha convertido en una bandera desteñida, que se iza solo cuando conviene y se guarda cuando molesta. No se trata de errores individuales ni de casos aislados: lo que está en juego es la coherencia de un gobierno que se dice progresista y transparente, pero que en los hechos se permite privilegios y acomodos con una naturalidad escandalosa.
La ciudadanía no espera milagros, pero sí exige coherencia. Gobernar no es solo administrar recursos, sino predicar con el ejemplo. Cuando la ética se convierte en retórica y el silencio en estrategia, el descrédito es inevitable. Y sin credibilidad, no hay proyecto político que se sostenga. El Frente Amplio debería tomar nota, antes de que sea demasiado tarde.
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