¿Es necesario un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos?
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

En el debate político uruguayo ha irrumpido con fuerza la iniciativa de crear un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Como ocurre en muchos casos donde las palabras suenan nobles —justicia, derechos humanos, equidad, modernización—, el riesgo es confundir buenas intenciones con buenas decisiones. Y este parece ser uno de esos casos. Lejos de ser una prioridad nacional, esta propuesta adolece de falta de oportunidad, base jurídica dudosa y sospechas de conveniencia partidaria más que de verdadero interés por mejorar la calidad institucional del país.
La propuesta se presenta como una forma de ordenar competencias dispersas, coordinar políticas públicas y visibilizar áreas sensibles como los derechos humanos. En teoría, todo suena razonable. Pero en la práctica, y especialmente en la realidad institucional de un país como Uruguay, la creación de un nuevo ministerio dista mucho de ser necesaria. Peor aún: puede ser contraproducente.
En primer lugar, el argumento económico no es menor. Uruguay arrastra una estructura estatal sobredimensionada, con un peso burocrático que ha demostrado ser tan costoso como ineficiente. La creación de una nueva cartera implicaría más cargos, más oficinas, más estructuras duplicadas y, por supuesto, más gasto. En un momento en que la ciudadanía reclama austeridad, eficiencia y foco en los problemas urgentes —como seguridad, empleo o vivienda—, instalar una nueva dependencia sin consenso generalizado solo agrega ruido y divide.
Pero más allá del costo, hay un problema institucional de fondo: justicia y ministerio no son conceptos que deban ir de la mano. La justicia, en un Estado de Derecho, es atributo de un poder autónomo: el Poder Judicial. El ministerio, por definición, pertenece al Poder Ejecutivo. Vincularlos orgánicamente, aun cuando se jure respetar la “independencia técnica” de los fiscales, implica un riesgo latente de subordinación jerárquica, o al menos, una erosión en la percepción pública de la autonomía judicial.
El modelo argentino, muchas veces invocado como ejemplo, carece de validez como antecedente aplicable. Nuestro país no tiene un sistema federal, ni provincias con poderes judiciales autónomos. Uruguay es una república unitaria con una jurisdicción única. Aquí, replicar fórmulas foráneas sin adaptar sus fundamentos no es modernización: es improvisación.
Además, el momento elegido para presentar esta iniciativa no parece casual. En un contexto de bloqueo político para designar al nuevo fiscal de Corte, y con un sistema de fiscalías bajo severas críticas —herencia de un diseño procesal que ha resultado, por decir lo menos, fallido—, esta propuesta huele más a estrategia que a reforma estructural. ¿Realmente se busca mejorar la justicia o simplemente crear un espacio más para colocar un ministro afín, sin resolver los problemas de fondo?
Porque si hablamos de justicia, lo urgente es otra cosa. Es revisar el Código del Proceso Penal, cuyas fallas se reflejan en la inseguridad que vive la población. Es discutir el funcionamiento del Ministerio Público, cuya independencia quedó debilitada tras la creación de un servicio descentralizado sin garantías. Es convocar a los expertos en derecho procesal, no a los operadores políticos, para reconstruir un sistema que hoy tambalea.
Y por cierto, si la Suprema Corte de Justicia no ha sido consultada, si los fiscales —cuya independencia podría verse afectada— no han sido escuchados, y si la oposición no ha sido convencida, ¿de qué diálogo institucional hablamos? La creación de un ministerio no puede ser una imposición de mayorías ocasionales ni una puerta trasera para decisiones que el sistema constitucional no permite.
En resumen, no se trata de negar la importancia de los derechos humanos ni la necesidad de políticas públicas eficaces en materia de justicia. Se trata de hacerlo bien, con rigor técnico, sin apuros ni trampas. Uruguay no necesita más ministerios: necesita mejor justicia. Y para eso, lo primero es no seguir agregando capas a un edificio institucional que, sin cimientos firmes, se sigue viniendo abajo.
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