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En los últimos años, y con especial énfasis en los meses recientes, la llamada “cultura woke” ha comenzado a ganar terreno en nuestro país. Importada desde el mundo anglosajón, esta corriente ideológica, que en un principio se presentaba como una lucha contra la discriminación y por una mayor inclusión, ha derivado en una forma de pensamiento rígido, intolerante y cada vez más autoritaria. Se ha convertido en un fenómeno que pretende reeducar a la sociedad a través de la corrección compulsiva del lenguaje, la censura de opiniones y la imposición de una nueva moral única.

Uruguay, país de tradiciones cívicas, de pluralismo y convivencia pacífica entre distintas visiones de la vida, corre el riesgo de ceder a esta tendencia que es ajena a nuestra cultura. La virtud nacional ha sido siempre el sentido común: un equilibrio entre libertad y respeto, sin caer en los extremos. Sin embargo, la cultura woke avanza disfrazada de buenas intenciones, apelando a causas nobles como la igualdad o los derechos humanos, pero en la práctica imponiendo una lógica de cancelación, acusación y victimismo perpetuo que no dialoga, no convence, sino que impone y castiga.

Bajo este nuevo dogma, todo puede ser ofensivo. Un chiste, una palabra mal elegida, una opinión que no se alinea con el discurso dominante, se convierten en delitos morales que deben ser castigados públicamente. Lo que antes era materia de discusión o incluso de humor, hoy puede costarle a alguien su trabajo, su reputación o su presencia en los medios. Se alienta a los individuos a censurar al otro antes de intentar comprenderlo, se privilegia la susceptibilidad sobre el intercambio honesto.

Este tipo de mentalidad, que toma impulso en redes sociales, ya empieza a permear instituciones, medios de comunicación, programas educativos y ámbitos laborales, representa una forma de control social. En nombre de la inclusión, se promueve una homogeneidad forzada. Se nos invita —o mejor dicho, se nos exige— repensar no solo lo que decimos, sino lo que pensamos. Y si lo que pensamos no encaja con el canon woke, entonces pasamos a ser parte del problema, etiquetados como retrógrados, ignorantes o directamente “cancelables”.

Uruguay no necesita importar estas dinámicas tóxicas. Nuestra sociedad ha avanzado en materia de derechos y tolerancia desde la convicción y el diálogo, no desde el adoctrinamiento. Somos un país que respeta la diversidad, pero también la libertad individual. Que promueve la igualdad sin anular las diferencias. La cultura woke, por el contrario, busca reescribir la historia, eliminar símbolos, silenciar al disidente y transformar el debate público en una especie de campo minado ideológico donde la prudencia se convierte en autocensura.

El problema no es luchar contra las injusticias reales, sino hacerlo desde una lógica de confrontación permanente, donde todo se interpreta como opresión, donde todo el pasado es culpable y todo el presente debe ser supervisado. No hay espacio para la ironía, para la imperfección humana ni para el aprendizaje. Todo debe estar alineado con un discurso que se pretende moralmente superior y que, sin embargo, cae en la intolerancia más feroz.

Debemos estar alertas. No porque no queramos una sociedad más justa, sino porque no queremos una sociedad donde la justicia se imponga desde el miedo. Donde el pensamiento libre sea reemplazado por la doctrina única. Donde el disenso sea automáticamente sospechoso. Uruguay debe defender su tradición democrática y liberal, donde el respeto y la libertad se construyen desde la pluralidad, no desde la imposición moral.

La cultura woke, con su aire de superioridad y su obsesión por controlar el lenguaje y la conducta, no es compatible con nuestra manera de vivir. Y si bien debemos estar abiertos a revisar nuestras prácticas, también debemos tener el coraje de rechazar aquellas modas importadas que no hacen más que dividir, señalar y censurar. El camino uruguayo ha sido siempre otro: el del diálogo, la mesura y el sentido común. Ese es el que no debemos abandonar.

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