La vergüenza del sistema carcelario
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

El reciente incendio en una cárcel uruguaya, que terminó con la vida de cuatro personas privadas de libertad, es mucho más que una tragedia aislada: es la enésima manifestación de un sistema penitenciario colapsado, negligente y profundamente inhumano. La pregunta no es si este modelo funciona o no —la evidencia del fracaso es abrumadora—, sino cuánto tiempo más vamos a tolerar esta calamidad como sociedad.
Uruguay tiene una de las tasas más altas de encarcelamiento de América Latina: 388 presos cada 100.000 habitantes. Pero esa cifra, por sí sola, no transmite la magnitud del desastre. El hacinamiento alcanza una densidad promedio de 134%, con algunos establecimientos, como el COMCAR superando largamente ese número. Son verdaderos depósitos humanos, donde se multiplican la violencia, las enfermedades, la desesperanza. En algunos casos, como lo reconoce la propia Oficina del Comisionado Parlamentario, el trato es abiertamente cruel, inhumano y degradante. ¿Dónde está el Estado?
En lugar de apostar a la rehabilitación y la reinserción, las cárceles uruguayas priorizan el castigo puro, en un gesto punitivista que no repara ni protege, sino que profundiza los ciclos de exclusión y reincidencia. La cárcel no mejora a nadie: empeora, enferma, mata. Pero más grave aún es que naturalizamos esa violencia. La sociedad ha aprendido a mirar para otro lado, mientras los internos mueren por fuego, por cuchillo o por desesperación.
Lamentablemente el sistema penitenciario uruguayo parece concebido para multiplicar el daño. Según el Comisionado Parlamentario para el Sistema Penitenciario, se trata de una estructura “de gigantes proporciones, de débil intervención técnica, baja capacidad de rehabilitación y carencias materiales”. En otras palabras: un mecanismo estatal de reproducción de la miseria.
Es cierto que varios organismos han intentado intervenir con programas de rehabilitación. El MIDES, el Codicen, ASSE, algunas intendencias. Pero mientras esas iniciativas no se conviertan en política estructural con presupuesto suficiente, todo será cosmética frente a una herida purulenta. Además, ¿cómo esperar que haya rehabilitación real cuando el propio sistema ignora los antecedentes de salud mental, consumo problemático o vulnerabilidad social de los reclusos?
La responsabilidad no es solo del gobierno de turno. Es un fracaso acumulado por décadas de indiferencia política, burocracia y prejuicio social. Lo carcelario es visto como el fondo del barril: nadie quiere poner la cara, ni asumir el costo político de una reforma profunda. Pero no hay política de seguridad eficaz si no se aborda el drama carcelario. Sin resocialización real, solo estamos reciclando violencia.
Y cuando un ex recluso intenta reinsertarse, se enfrenta a otro muro: el estigma. El mismo que lo expulsa de empleos, vínculos, derechos. Así, el castigo no termina con la condena: se convierte en cadena perpetua social.
Uruguay se jacta de su tradición democrática y su respeto a los derechos humanos. Pero sus cárceles son la prueba más vergonzante de que esa narrativa tiene fisuras profundas. Mientras no haya voluntad política para transformar este sistema desde sus cimientos —infraestructura, recursos humanos, programas y cultura institucional—, los muertos seguirán sumándose, y nosotros seguiremos acumulando culpa colectiva.
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