La violencia extrema que llegó con la droga
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

Desde hace un tiempo, una violencia inusitada se instaló en Salto. No hablamos de simples rencillas de barrio ni de viejas rivalidades, sino de una escalada inédita de prácticas delictivas, de procedimientos propios de mafias urbanas que hasta hace poco parecían lejanas a nuestra realidad. Esa violencia tiene un origen claro: la droga. Su llegada y posterior expansión trajeron consigo nuevas formas de criminalidad y una lógica implacable que no respeta la vida humana.
La cadena es conocida y repetida, pero no por ello menos alarmante. En la cúspide están quienes importan y comercializan los estupefacientes. Más abajo, los distribuidores y vendedores minoristas, y en la base, los consumidores, convertidos en rehenes de un círculo perverso. Todo culmina en ellos, en los adictos que no pueden vivir sin la dosis diaria, que hipotecan su dignidad, su familia y su futuro para seguir consumiendo.
En Salto hay un mercado consumidor que, aunque limitado por la población, se ramifica en todas las capas sociales. La cocaína, por ejemplo, solo es accesible a quienes tienen ingresos importantes y seguros, pero sus efectos son devastadores: altera el cerebro, la memoria, el juicio, y con ello la conducta. Otras drogas, como la marihuana o la pasta base, más baratas y accesibles, tienen su clientela en sectores de menor poder adquisitivo. En todos los casos, el resultado es el mismo: la dependencia absoluta, las consecuencias en salud y personalidad y la disposición a todo con tal de conseguir la dosis.
El camino del consumidor suele comenzar de manera doméstica, robando dinero o pertenencias a su familia, luego al delito generalizado. Pero cuando esas fuentes se agotan, surge la deuda con la “boca” vendedora. Y en ese universo no hay contemplaciones: las deudas no se perdonan ni se refinancian. Los castigos por incumplir van desde brutales golpizas hasta balazos “de advertencia” en las piernas. Y, en los casos más extremos, la ejecución.
En los últimos tiempos, Salto ha visto proliferar escenas que antes parecían ajenas: jóvenes lesionados en episodios sin explicación, víctimas que rehúsan denunciar o colaborar con la Policía, y un silencio cómplice que permite que todo se naturalice. Se ha vuelto habitual que cada fin de semana haya registros de palizas, apuñalamientos o baleados. Sospechamos que el denominador común es siempre el mismo: drogas y conductas y cuentas pendientes vinculadas a su comercio.
El caso del pasado martes en la avenida Patulé es un salto cualitativo en esa espiral. Una vivienda acribillada con 14 disparos, un herido y una escena que pudo terminar en tragedia mayor, en una zona con comercios abiertos y vecinos en la calle. Apenas unos días antes, otra casa de la misma cuadra había sido atacada a balazos, presumiblemente por error. Los hechos no son aislados: marcan un patrón que alarma a la comunidad.
La gran pregunta es: ¿qué podemos esperar de ahora en adelante? ¿Más violencia? ¿Heridos y muertes semanales como ya ocurre en Montevideo y su área metropolitana? ¿Estamos condenados a que Salto sea la próxima estación de esta cadena de terror?
No se trata de sembrar pánico, pero sí de reconocer la magnitud del problema. La droga no solo enferma al consumidor: enferma a la sociedad entera, corroe las familias, alimenta el delito y multiplica la violencia. Mientras las bocas sigan funcionando a plena luz del día, mientras los ajustes de cuentas sean un espectáculo recurrente y mientras se tolere la naturalización del miedo, el futuro será oscuro.
Lo ocurrido, debe ser una advertencia seria. No podemos resignarnos a que la vida en nuestros barrios quede secuestrada por el narcotráfico. Las autoridades tienen la obligación de actuar con firmeza, y la sociedad, de exigir que se cumpla. De lo contrario, la violencia que vino con la droga terminará por instalarse definitivamente entre nosotros.
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