Represa de Casupá ¿solución hídrica o un conflicto ambiental?
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Por Jose Pedro Cardozo
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El gobierno del Frente Amplio, con el ministro de Ambiente Edgardo Ortuño al frente, ha decidido avanzar con la construcción de la represa del arroyo Casupá, tras suspender el proyecto Neptuno. Impulsada por OSE, la obra pretende garantizar el suministro de agua potable al sistema metropolitano, que abastece a Montevideo y otras ciudades del sur, con una población que supera el millón y medio de habitantes. Sin embargo, detrás del discurso de seguridad hídrica y planificación estratégica, se esconde una realidad ambiental y social que genera fundadas preocupaciones.
El embalse proyectado transformará un ecosistema de alto valor ecológico. Según las estimaciones oficiales, la presa inundará 450 hectáreas de monte nativo, 787 de pasturas naturales y más de 400 de pajonales, hábitats irremplazables cuya pérdida no puede compensarse con simples reforestaciones. Paradójicamente, la represa que se presenta como solución frente a futuras crisis de abastecimiento podría convertirse en un nuevo foco de contaminación y emisiones. La degradación de la biomasa sumergida provocará la liberación de metano (CH₄), un gas que calienta el planeta 80 veces más que el dióxido de carbono. De acuerdo con estimaciones del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), solo en los primeros cinco años de operación el embalse podría generar más de 15 millones de toneladas de gases de efecto invernadero. Pese a su magnitud, este impacto no figura en el estudio ambiental ni se proponen medidas concretas de compensación.
A esto se suma la liberación de fósforo y otros nutrientes procedentes de la descomposición de la vegetación y del suelo inundado, lo que aumentará el riesgo de eutrofización y floraciones de cianobacterias. Ya existen antecedentes: en 2013, el embalse de Paso Severino enfrentó un episodio severo de olor y sabor del agua debido a la proliferación de Dolichospermum sp., una especie potencialmente tóxica originada aguas arriba del Santa Lucía.
La alternativa de remover el monte nativo antes del llenado no ofrece una solución. Si se arrasa la vegetación, el suelo quedará desprotegido, y durante la construcción la erosión arrastrará sedimentos y nutrientes hacia el río, incrementando la turbidez y afectando la planta potabilizadora de Aguas Corrientes. Todo esto amenaza con convertir al propio embalse en una fuente de degradación de la calidad del agua que, paradójicamente, se busca preservar.
El componente social tampoco es menor. El proyecto implica la expropiación de más de un centenar de padrones rurales y la demolición de 17 viviendas, varias aún habitadas. Pequeños productores y familias rurales verán alteradas sus formas de vida, en una región cuya economía depende de la ganadería y la agricultura de subsistencia. Además, la eventual restricción futura de prácticas agrícolas en torno al embalse podría depreciar los campos y golpear a quienes no se beneficiarán directamente del agua almacenada.
El gobierno ha mencionado medidas de mitigación como “monitoreo ambiental” o “preservación del caudal ecológico”, pero sin detallar indicadores, métodos de control ni financiamiento. Son promesas generales que, sin sustento técnico, suenan más a declaraciones tranquilizadoras que a compromisos verificables.
La represa de Casupá plantea, en definitiva, un dilema profundo: ¿es progreso o sacrificio ambiental? Mientras la capital busca asegurar su agua mirando hacia el interior, el costo lo pagan los ecosistemas rurales y las comunidades locales. A 80 kilómetros de Montevideo, sin cámaras ni debate público suficiente, se cocina una transformación irreversible.
Si no se corrige el rumbo, la represa de Casupá puede convertirse en el símbolo de cómo una crisis hídrica legítima se usó para justificar decisiones apresuradas y ambientalmente regresivas. Uruguay enfrenta una prueba de madurez: demostrar que el desarrollo sostenible no consiste en elegir entre el agua y la naturaleza, sino en preservar ambas con la misma responsabilidad.
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