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Las elecciones departamentales, han dejado un mapa político aparentemente estable, pero que esconde señales de alarma, retrocesos institucionales y lecturas equivocadas por parte de algunos actores. El Frente Amplio (FA), si bien mantendría el mismo número de intendencias que en el ciclo anterior (Montevideo, Canelones, Río Negro y posiblemente Lavalleja), su desempeño general estuvo lejos de lo esperado e incluso peor que el registrado en octubre de 2019, considerado hasta ahora su punto más bajo en las urnas.

En términos de votos, el FA cosechó un 39% a nivel nacional, lo mismo que con Daniel Martínez en la presidencial de 2019 y cinco puntos menos que en las elecciones nacionales de octubre de 2024, donde había alcanzado el 44%. Esa diferencia no es menor: revela una pérdida de respaldo que se extiende a casi todos los departamentos, excepto Lavalleja, donde podría conseguir una victoria ajustada. Más allá del número de intendencias, el dato que golpea es que el FA retrocedió en intención de voto en 18 de los 19 departamentos del país.

Las expectativas previas, alimentadas desde el comando central del FA, hablaban de escenarios reñidos o posibles triunfos en: Rocha, Salto, Soriano, Florida, Colonia, Durazno, Paysandú y San José. Finalmente, en todos ellos se impuso la coalición de gobierno. Incluso en Salto, donde el Frente tenía una fuerte base electoral; la victoria fue para la Coalición Republicana, lo que significó una pérdida estratégica y simbólica.

Pero el aspecto más preocupante no es meramente electoral. El proceso se vio empañado por un episodio que genera dudas sobre la salud institucional del país. La formalización judicial y posterior imposición de medidas cautelares al intendente de Soriano, Guillermo Besozzi, semanas antes de los comicios, terminó por poner en dudas la validez de su  candidatura, cuando aún la justicia no se definió, generando una percepción generalizada de intervención indebida de la Justicia en el proceso electoral.

La prisión domiciliaria y el uso de tobillera electrónica impuestos por la fiscalía, bajo el argumento de "riesgo de fuga", parecen desproporcionados, más aún cuando se trata de un actor político con visibilidad pública y con intenciones manifiestas de participar en una contienda electoral. Este hecho, sumado a antecedentes similares —como los pedidos de desafuero de Guido Manini Ríos en 2019 o de Charles Carrera en 2024— refuerzan la sospecha de un uso político de herramientas judiciales. Es la tercera vez en menos de seis años que un proceso judicial pretende impactar en una elección.

No se trata de cuestionar la independencia del Poder Judicial, pero sí de advertir sobre el peligro que implica la judicialización selectiva y oportuna de candidaturas. La democracia uruguaya se ha caracterizado durante cuatro décadas por su estabilidad, pero episodios como este erosionan esa base de confianza, más aún si se naturaliza que la fiscalía puede interferir en la dinámica electoral sin una instancia clara de revisión previa.

Recordemos que la Constitución de la República establece que la última palabra en materia electoral la tiene la Corte Electoral, no el sistema judicial. Esta distinción no es menor: asegura que los procesos democráticos se mantengan al margen de influencias externas y protege a los ciudadanos de decisiones arbitrarias que puedan alterar la libre competencia electoral.

En suma, los resultados de esta elección no sólo deben leerse en clave partidaria. Si bien la coalición de gobierno mantiene la mayoría de las intendencias y el FA conserva sus bastiones tradicionales, el clima que rodeó este proceso debe ser motivo de reflexión para todos los actores políticos. Lo ocurrido en Soriano es una señal de alerta. La democracia no se mide solo en votos, sino también en la equidad del terreno sobre el cual se compite. Y en esta elección, ese terreno pareció estar inclinado.

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