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A escasos días de dejar el gobierno departamental, la administración frenteamplista de Salto resolvió presupuestar a 292 funcionarios municipales que hasta el momento trabajaban bajo contrato. Lo hizo amparada en un convenio colectivo firmado en 2024 con el sindicato de trabajadores municipales, bajo el argumento de brindar estabilidad laboral. Pero la decisión, más allá de su aparente legalidad, es profundamente polémica, inoportuna y sintomática de una forma de gobernar que antepone intereses partidarios al bienestar general.

Se alega que hubo un proceso de calificación “objetivo” para evaluar a los funcionarios, donde debían alcanzar al menos 70 puntos sobre 100. ¿Pero quién puede asegurar la independencia de esas evaluaciones hechas por encargados internos? ¿No resulta llamativo que, de 294 personas evaluadas, solo dos hayan quedado fuera? Si esto fuera una competencia de rendimiento académico, hablaríamos de un milagro. Pero estamos ante una estructura clientelar donde las decisiones políticas pesan más que los méritos individuales.

Lo más grave, sin embargo, no es la forma, sino las consecuencias. En un departamento fuertemente endeudado —con compromisos financieros que suman varios  millones de dólares—, incrementar la plantilla presupuestada significa condenar las finanzas municipales a un ahogo mayor. Porque con la presupuestación, no solo se garantizan sueldos, también se consolidan aportes al BPS, licencias, beneficios sociales y otros gastos asociados al empleo público. Y como es natural, ese peso se traslada al contribuyente: más salarios significan más impuestos, más tasas, más cargas sobre una ciudadanía que ya enfrenta una presión fiscal asfixiante.

Además, se trata de una administración que durante su mandato no logró ejecutar obras estructurales significativas con recursos propios. Lo poco que se hizo fue con fondos de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) a través del FDI. Y hasta eso fue ejecutado con parsimonia: la remodelación de la plaza "33", por ejemplo, llevó casi tres años. Mientras tanto, las cuadrillas municipales brillaban por su ausencia en las calles, y eran los jornales solidarios —una política social de emergencia— quienes suplían su rol. ¿Cómo justificar entonces que se necesitaba sumar más personal presupuestado, si los recursos humanos existentes ya estaban subutilizados?

La conclusión se impone sola: no estamos ante una medida de eficiencia administrativa ni de justicia laboral, sino frente a un manotazo político para consolidar lealtades y asegurar “puestos” antes de abandonar el poder. Una práctica vieja, conocida, pero no por eso menos nociva. Se convierte así el aparato estatal en una agencia de colocaciones partidarias, olvidando que los recursos públicos no son propiedad del partido de turno, sino herramientas para mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos.

En contraste, todavía se recuerda con respeto y hasta con nostalgia cómo funcionaban las intendencias en los tiempos de los hermanos Minutti o del escribano Malaquina. Eran gestiones que, más allá de su signo político, priorizaban la obra pública, el orden administrativo y el respeto por el dinero del contribuyente. Hoy, en cambio, vemos cómo se impone una lógica de reparto de cargos disfrazada de progreso laboral.

Lo más preocupante es el precedente: esta presupuestación masiva marca una herencia pesada para el nuevo gobierno, que deberá administrar un departamento con menos margen de acción, más compromisos fijos y una ciudadanía crecientemente frustrada. En ese sentido, lo que se hizo no fue garantizar derechos, sino hipotecar el futuro. Una gestión que deja calles rotas, escasas obras y una intendencia con menos músculo financiero, no puede maquillar su fracaso con un gesto tardío que solo sirve para atornillar lealtades. Salto merecía más. Y sobre todo, merecía otra forma de hacer política.

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