Uruguay de la tradición al desconcierto
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Por Jose Pedro Cardozo
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Uruguay atraviesa un momento crítico en materia de política exterior. Lo que alguna vez fue una diplomacia respetada, anclada en valores claros como la democracia liberal, el respeto al derecho internacional y los derechos humanos, parece haberse diluido bajo decisiones erráticas, acercamientos estratégicamente cuestionables y cambios administrativos difíciles de justificar. El país, históricamente valorado por su neutralidad prudente y su apego a principios éticos en el plano internacional, corre el riesgo de perder su reputación por una peligrosa combinación de improvisación y complacencia con actores autoritarios.
La reciente participación del presidente Yamandú Orsi en la cumbre del bloque BRICS constituye un punto de inflexión preocupante. BRICS —integrado por potencias como China, Rusia, Irán e India— ha sido, en la última década, un foro paralelo que busca contrapesar la influencia occidental, muchas veces desestimando los valores democráticos y los compromisos con los derechos humanos. Que Uruguay decida acercarse a ese grupo, sin un análisis profundo de los costos políticos y reputaciones, es una señal de alineamiento peligroso con regímenes que poco tienen que ver con nuestra historia republicana y nuestras aspiraciones institucionales. La pregunta que muchos se hacen es simple pero urgente: ¿qué gana Uruguay en este giro? ¿Dónde está la estrategia de largo plazo que justifique tal viraje? La integración a BRICS puede ofrecer promesas de inversión o comercio, pero, a la luz de la experiencia internacional, estas suelen estar condicionadas a silencios cómplices frente a violaciones sistemáticas de derechos o a relaciones económicas desiguales.
El riesgo de perder independencia en las decisiones soberanas, o de terminar siendo funcionales a intereses ajenos a la región, no es menor. Pero si el plano de las alianzas internacionales ya genera alarma, lo ocurrido con la reciente modificación en los pasaportes uruguayos agrava el panorama. La decisión de eliminar el lugar de nacimiento del titular es, en apariencia, un detalle administrativo. Sin embargo, en un mundo cruzado por conflictos migratorios, amenazas de seguridad y redes transnacionales de crimen y terrorismo, este tipo de decisiones puede tener consecuencias serias. En redes sociales y foros especializados se advierte sobre el riesgo de que esta omisión beneficie a quienes buscan falsear su identidad. Más aún, se recuerda con preocupación el escándalo de 2013, cuando Uruguay permitió que ciudadanos rusos adquirieran pasaportes nacionales, debilitando la confiabilidad del documento. Cada paso en falso que se da en esta materia no sólo afecta la seguridad nacional, sino también la imagen del país ante el mundo.
En los aeropuertos, en los foros internacionales, en los acuerdos de cooperación, la validez de un pasaporte es una carta de presentación. Uruguay, que hasta hace poco podía exhibir con orgullo su documento de viaje, comienza ahora a ser mirado con desconfianza, una realidad que puede acarrear restricciones, controles y aislamiento. Lo más preocupante es que no se percibe, desde el gobierno, un sentido de urgencia ni autocrítica ante esta deriva. Las decisiones se toman sin debate público, sin consulta a expertos en relaciones internacionales, y sin medir el impacto a mediano plazo. En nombre de la autonomía o de la diversificación de relaciones, se desdibuja una política exterior que durante décadas fue ejemplo en América Latina.Uruguay no puede permitirse dilapidar su capital diplomático. Debe retomar una senda de coherencia, de alianzas que respeten nuestros valores fundacionales y de decisiones institucionales que fortalezcan —y no debiliten— nuestra identidad internacional. Lo contrario es condenarse a la irrelevancia o, peor aún, a ser funcionales a agendas que no son las nuestras. Es hora de rectificar el rumbo antes de que sea demasiado tarde.
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