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El tránsito urbano tiene sus inevitables molestias: embotellamientos, bocinazos impacientes, el humo de los motores, los estacionamientos en doble fila a la salida de los colegios, etc. Sin embargo, hay una forma particularmente irritante de contaminación que va ganando protagonismo en la ciudad: los vehículos que circulan con equipos de audio a todo volumen, invadiendo el espacio sonoro común con música estridente, sin que les importe la incomodidad que generan en su entorno.

Esta práctica, en realidad representa una profunda falta de consideración hacia los demás. La calle es un espacio compartido, no una pista de baile móvil ni una discoteca rodante. Cuando un automóvil o una camioneta equipada con altoparlantes potentes decide amplificar su música, impone su elección sonora a decenas o cientos de personas que no tienen la posibilidad de escapar de ese ruido ni de elegir si desean escucharlo.

La contaminación sonora no es un tema menor. La Organización Mundial de la Salud ha advertido sobre los efectos nocivos del ruido excesivo: desde el aumento del estrés y la irritabilidad hasta problemas de sueño, disminución de la capacidad de concentración y, a largo plazo, perjuicios auditivos y cardiovasculares.

En contextos urbanos, el ruido constante —ya sea por tránsito, sirenas o, como en este caso, música amplificada más allá de los decibeles tolerables— termina deteriorando la calidad de vida.

A quienes lo practican, reproducir música a todo volumen desde sus vehículos les puede parecer inofensivo.Incluso creen que le están dando “onda” al ambiente o compartiendo su entusiasmo musical.

Pero el efecto real es una invasión sonora que irrumpe en hogares, sanatorios, escuelas, oficinas y espacios públicos donde otras personas están trabajando, descansando, estudiando o simplemente intentando tener un momento de tranquilidad.

Además, el tipo de música que se escucha no es neutro: suele tratarse de ritmos intensos, con bajos muy marcados, repetitivos, que amplifican la sensación de agresión acústica.

Tiempo atrás, este fenómeno se daba en las noches de los fines de semana en la Costanera Norte, pero recientemente también se está dando con frecuencia en horarios y lugares especialmente inapropiados ya que a toda hora es posible ver cómo transitan vehículos con estos equipos de alta potencia en inmediaciones de escuelas o incluso en plazas donde juegan niños pequeños o se pasean adultos mayores.

El problema no es la música en sí, sino el volumen, el contexto y la imposición. Existen decretos municipales que preveen sanciones por ruidos molestos, pero rara vez se aplican con rigurosidad. Falta fiscalización efectiva y campañas de concientización que expliquen por qué esta conducta es inaceptable y cómo afecta la vida cotidiana. No se trata de prohibir la música en los vehículos, sino de hacer cumplir normas básicas de convivencia.

Escuchar música a un volumen moderado, dentro del habitáculo del auto, no molesta a nadie. Pero subir los parlantes al máximo instalados en los baúles o cajas de los vehículos para que todos escuchen, es una forma de maltrato comunitario.

Es hora de repensar nuestras formas de compartir el espacio público. La convivencia requiere límites.

Así como no se permite fumar en espacios cerrados donde afecta a terceros, también deberíamos entender que el exceso de sonido —aunque provenga de una canción favorita— puede ser una forma de contaminación invasiva.

Todos deberíamos tener claro que la libertad de uno termina donde comienza la incomodidad del otro.

En definitiva, si queremos vivir en ciudades más humanas, más habitables, debemos dejar de naturalizar actitudes egoístas disfrazadas de espontaneidad. El respeto al silencio, o al menos a un volumen razonable, es también una forma de respeto al prójimo. Porque la buena convivencia se construye en los detalles… incluso en el volumen al que elegimos poner nuestra música.

 

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