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Otra vez caímos en la trampa. Otra vez el debate educativo quedó reducido a un asunto que, si bien no me animo a calificar como "menor", estoy seguro que tiene mucho menos importancia que tantos otros en ese mismo ámbito. El tema ocupa portadas, horas de televisión y miles de comentarios en redes sociales: los símbolos patrios. Si deben estar, si no deben estar, si los actos escolares son útiles o una mera rutina vacía. Como si el destino de la educación uruguaya dependiera de cuántas veces se iza una bandera.

El problema no son los símbolos. El problema es que cada cierto tiempo se nos instala un tema accesorio que funciona como cortina de humo frente a lo verdaderamente importante. Mientras discutimos sobre himnos y escudos, seguimos postergando los asuntos de fondo que arrastramos desde hace décadas. Y la realidad es dura: nuestra educación está lejos de dar respuestas a los desafíos del siglo XXI.

Se me ocurre como ejemplo de cosas realmente importantes, la laicidad. ¿No le parece a usted que hoy en día la laicidad está en peligro de olvido? Nadie duda que es uno de los pilares de nuestro sistema educativo. Garantiza libertad de conciencia, igualdad de trato y un espacio común para todos los ciudadanos, más allá de credos, ideologías o tradiciones. Pero en lugar de cuidar este principio, de reflexionar sobre cómo sostenerlo en un mundo crecientemente polarizado, preferimos entretenernos con discusiones sobre si un acto patrio emociona o no a los escolares. La laicidad no se defiende con discursos nostálgicos, se defiende con convicción y con políticas claras.

¿Y si hablamos de la comprensión lectora? Una catástrofe. Los números son alarmantes. Una porción significativa de nuestros estudiantes no logra entender lo que lee. No se trata de un detalle menor: es la base misma del aprendizaje. Sin comprensión lectora no hay ciencia, no hay literatura, no hay ciudadanía crítica, no hay futuro. Y, sin embargo, este drama no ocupa la centralidad del debate público. No genera titulares porque no ofrece polémicas fáciles, pero es la verdadera catástrofe silenciosa de nuestro sistema educativo.

Lo mismo ocurre con lo que comúnmente llamamos cultura general. Cada vez menos jóvenes conocen la historia del mundo, la filosofía, la literatura, el arte o las ciencias básicas que deberían formar parte de cualquier educación digna. Nos resignamos a una enseñanza utilitaria, fragmentada, sin horizonte humanista. Pero claro, resulta más cómodo hablar de escudos y banderas que asumir la responsabilidad de reconstruir un sistema que forme ciudadanos cultos, críticos y conscientes.

Me decía alguien hace unos días: "¿Viste que el mundo está en guerra, y nosotros en otra cosa?". Y sí, mientras nosotros seguimos discutiendo banderas, el planeta arde. Guerras que desplazan millones de personas, crisis climáticas que amenazan la vida, tecnologías que transforman el trabajo y la convivencia. ¿Cómo preparamos a nuestros estudiantes para comprender y enfrentar estas cuestiones? ¿Qué lugar tienen en los programas de estudio? La respuesta es obvia: casi ninguno.

Es que, en definitiva, lo esencial sigue postergado. La educación no necesita debates triviales. Necesita valentía para poner en el centro lo esencial, como la laicidad, la comprensión lectora, la cultura general, la formación ciudadana frente a un mundo convulsionado...Todo lo demás son distracciones. Cada vez que discutimos banderas en lugar de discutir educación, perdemos un tiempo precioso. Y el precio de esa distracción lo pagarán, como siempre, nuestros hijos y nietos.

 

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