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En estos días he recibido muchos mensajes sobre los artículos que comparto. Son historias reales, contadas desde lo cotidiano, que no pretenden otra cosa que arrancar una sonrisa. Relatos sencillos, de otro tiempo, de otra forma de vivir. Un tiempo sin celulares, sin redes, donde la gente se miraba a los ojos, hablaba cara a cara, y se escuchaba a Abel Duarte por Radio Oriental. Un tiempo en el que uno se enojaba cuando se iba la onda… y no pasaba nada. Ese mundo sigue vivo, aunque ya no lo veamos tan seguido. Por eso, si al compartir estas historias logro hacerlos sonreír, para mí ya es un regalo.

La historia que quiero contar hoy ocurrió en la Ferretería Solaro, ubicada en calle Uruguay 656, pegadita al Hotel Los Cedros. En esa época, justo enfrente, estaba la Farmacia Chiazaro, al lado de una librería y luego Centro Eléctrico. En el mismo local de Centro Eléctrico  funcionaba también la financiera Créditos S.A. Un poco más adelante estaba Tienda El Triunfo, donde compré mi primera campera de jean con corderito, marca Lee. ¡Qué momento aquel!

Después al  pasar la calle,   Joyería Motta, el Banco de Crédito y El Chef, uno llegaba a la ferretería. Ahí trabajaba yo como vendedor. En aquellos años aún se hacían las boletas a mano. Éramos un buen grupo de compañeros, y los propios dueños trabajaban codo a codo con nosotros. Llegaban temprano y se iban últimos. Un verdadero ejemplo de compromiso.

Y ahora sí, la anécdota.

Los días de pago eran una locura. El centro se llenaba, la gente aprovechaba para hacer compras, y la ferretería no daba abasto. Ese día, me tocó atender a una señora mayor, muy simpática, con su típica bolsa chismosa cargada hasta el tope, todo bien envuelto. Tenía una lista de cosas para ver y comparar. Cada vez que pedía algo, había que subir una escalera altísima. Primero un serrucho, luego una llave inglesa, después otro artículo más. Subí y bajé tantas veces que ya perdí la cuenta.

Finalmente, decidió llevar una caldera de aluminio marca Mariposa, de excelente calidad. Le pasé la boleta a Elena, la cajera, y fui hasta el empaque, donde Eduardo entregaba los artículos. Agotado, en voz baja y con poca delicadeza, pregunté:

—¿Dónde está la vieja de mier...?

Y en ese momento, desde abajo del mostrador, escucho:

—Acá, señor.

La señora estaba agachada, acomodando su bolsa.

El silencio fue inmediato. Después, la risa general. Qué vergüenza pasé. Nunca más me olvidé de eso. Hasta hoy, cuando cuelgo el teléfono, me aseguro de que esté bien colgado... por si alguien escucha.

Una historia sencilla, de esas que se guardan en el corazón. Y si al leerla sonrió, entonces valió la pena contarla.

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