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Resulta indignante y profundamente doloroso constatar que, casi a diario, instituciones educativas de los barrios periféricos de nuestra ciudad son objeto de ataques vandálicos. Los destrozos en aberturas, los vidrios rotos, los hurtos de vajilla o de alimentos no son simples travesuras: son actos criminales que atentan contra el derecho más básico de nuestros niños, el de recibir una educación digna y, en muchos casos, una alimentación segura. Lo más grave es que esas acciones no golpean a un edificio de ladrillos, sino a comunidades enteras.

Cada ventana rota o utensilio robado implica desviar recursos y redoblar esfuerzos de comisiones de apoyo y autoridades que, en lugar de destinar energías a mejorar la calidad educativa, deben invertirlas en reparar los daños ocasionados por la inconducta de unos pocos. Entiendo que la sociedad no puede permanecer indiferente ante este fenómeno lamentablemente instalado. No se trata de un daño menor: es una agresión al futuro mismo de nuestros niños y jóvenes. Reclamo una respuesta firme de las autoridades, pero también un compromiso ciudadano de rechazo total a estas conductas. Callar es ser cómplice; denunciar y exigir medidas es defender la educación pública y, con ella, el porvenir de Salto. Vecino preocupado

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