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De la tierra al bitumen

Con el paso del tiempo, el circuito fue cambiando. “En los años 70 se hizo una remodelación. El trazado original tenía una recta muy larga y una curva rápida con peralte, casi un óvalo. Después se redujo la velocidad y se transformó en un circuito mixto. Ya no era la misma emoción de la pista de tierra y aceite, pero fue necesario adaptarse.” La llegada del bitumen trajo mejoras técnicas, aunque también cierta nostalgia. “Para muchos, el cambio le quitó el encanto a las carreras de Fuerza Limitada. El auto no derrapaba igual, el sonido era distinto. Pero era inevitable: el automovilismo estaba evolucionando.”

El espíritu del sacrificio

Julio Muffolini recuerda con orgullo la creatividad de los corredores salteños. “Los autos eran casi todos de fabricación artesanal. El de mi padre, por ejemplo, lo hizo él mismo sobre un chasis Ford del 40. Lo trabajó con sus propias manos, con la ayuda de su amigo Pepito Conte. Tenía una carrocería que parecía de Alfa Romeo o Ferrari.” El volante era enorme. “Se necesitaba fuerza para girarlo porque no había dirección asistida ni cremallera. Mi padre tenía brazos fuertes, pero igual costaba. La caja de cambios estaba entre las piernas; todo era mecánica pura, sin comodidad, solo destreza.” Las carreras eran duras y los riesgos, altos. “En esa época nadie usaba cinturones de seguridad. No se conocía el concepto. Corrían con cascos de cuero y gafas. Era una mezcla de coraje y de inconsciencia, pero también de pasión absoluta.”

La tragedia de Gargano

Uno de los momentos más tristes del automovilismo salteño fue el accidente fatal de Gargano, ocurrido a mediados de los años sesenta. “Yo estaba ahí —recuerda Muffolini—. Fue durante una serie, no en la final. Participaban tres salteños: mi padre, Abel Martínez García y Carlos Bisio. También corría un piloto montevideano, Focone, que frenó un poco antes de lo habitual. Bonti, que venía atrás de Otero, lo tocó y ambos se fueron hacia el terraplén.” La secuencia fue trágica. “Bonti cayó hacia atrás, el auto se dio vuelta y Gargano salió despedido, porque no tenía cinturón. Quedó en el suelo intentando levantarse, justo cuando venía otro competidor, Barindelli, que no alcanzó a esquivarlo. Fue un golpe tremendo. Gargano murió en el acto. Aun así, increíblemente, la final se corrió igual.” Ese accidente marcó un antes y un después. “Muchos corredores dejaron las pistas después de aquello. Mi padre también. Fue su última carrera. Nadie volvió a ser el mismo. Era otro tiempo, sin medidas de seguridad, sin ambulancias ni protocolos. Todo se hacía con buena voluntad, pero con riesgo real.”

El autódromo como patrimonio

El autódromo de Salto, construido por esfuerzo popular, se mantuvo activo gracias a la tenacidad de sus socios. “No recibimos grandes apoyos institucionales. Otros autódromos del país, como Mercedes o Rivera, lograron crecer con respaldo estatal. El de Salto se sostuvo gracias a la pasión de su gente. Las casas empeñadas para comprar el terreno son el mejor testimonio de ese compromiso.” Hoy, varias generaciones después, los entusiastas del automovilismo salteño buscan revivir esa historia. “Hay gente trabajando con entusiasmo, organizando festivales, tratando de que resurja la actividad. Sería hermoso volver a ver la pista con vida, llena de autos, como antes.”

La memoria de un deporte y una ciudad

Escuchar a Julio Muffolini es recorrer buena parte de la historia social y deportiva de Salto. Sus recuerdos no son solo anécdotas personales, sino la memoria viva de una comunidad que se organizó para construir su propio autódromo y mantener viva una pasión que trascendía lo deportivo. “Yo nací entre motores —dice—. Desde chico acompañaba a mi padre, lo ayudaba a cargar tambores de aceite, a limpiar bujías, a alinear el auto. Era nuestra vida. El automovilismo nos enseñó lo que significa el trabajo en equipo, la solidaridad y la perseverancia. Todo lo que tiene que ver con eso me emociona.”

Para Muffolini, preservar esa historia es una forma de reconocer a quienes hicieron posible que Salto tuviera un nombre en el mapa del automovilismo uruguayo. “Detrás de cada carrera hubo familias, mecánicos, amigos que trabajaban toda la semana para que el domingo el auto saliera a la pista. No había dinero, pero sí una enorme pasión.” En sus palabras se resume el espíritu de una época en que las carreras no eran solo un espectáculo, sino una celebración popular. “El sonido del motor, el olor a aceite, la tierra que se levantaba... todo eso formaba parte de la vida del pueblo. Ojalá las nuevas generaciones puedan sentir algo de esa emoción y mantener viva la llama.”


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