Alentar en los jóvenes el sentido de la vida y del esfuerzo
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

Vivimos tiempos donde el desencanto juvenil no es solo un síntoma aislado, sino una señal clara de un mal más profundo y extendido: la pérdida de sentido. Asistimos, casi impávidos, al vaciamiento interior de una generación que —salvo honrosas excepciones que las ha habido y las habrá siempre— ha sido despojada de las herramientas más básicas para construir una vida digna, plena y con propósito.“No hay familia, no hay educación, no hay interés por nada”, dice con crudeza una frase que circula como diagnóstico, pero que no deja de ser también una advertencia.
Hoy, demasiados jóvenes no logran completar siquiera la educación secundaria en condiciones aceptables, carecen de un vocabulario mínimo, no pueden redactar una nota ni elaborar un currículum, y mucho menos mostrar el compromiso o la perseverancia que implica desarrollar un proyecto de vida. Se sumergen en las redes sociales, pero no conocen el placer de un libro ni el hábito de la información seria. No es menor el hecho de que desconozcan el valor de la propiedad ajena o el sentido básico de la justicia.
La apatía, la desidia y el desgano se han convertido en características preocupantemente frecuentes. No se trata de demonizar a una juventud por ser joven —error que a menudo cometen los discursos conservadores—, sino de reconocer que hay una falla estructural en la transmisión de valores, en la formación del carácter y en la enseñanza del sacrificio como parte natural del crecimiento personal. En una sociedad que confunde placer con felicidad y gritos con razón, se ha perdido la idea de que todo lo valioso en la vida exige esfuerzo. De ahí que ante el primer tropiezo, muchos jóvenes caen en el desánimo, la angustia o directamente en la vía de escape que ofrecen las drogas, a veces con una inconsciencia que asusta. La situación alcanza extremos dolorosos.
Casos cada vez más frecuentes de jóvenes de que roban, agreden o consumen drogas en plena vía pública, sin medir consecuencias, con una suerte de ingenuidad macabra, dan cuenta de la ausencia de límites, de contención y de referentes claros. Se suele decir que de una familia normal no sale un chico dispuesto a delinquir. Y eso en general es cierto. El derrumbe de la familia como núcleo educativo primario es uno de los factores que más explica este fenómeno.
Pero el drama no termina ahí. Si se pierde el sentido de la vida, se pierde también la brújula moral. Las grandes tragedias del siglo XX enseñaron a las generaciones anteriores, a un altísimo costo, el valor de la vida humana. Hoy, esa percepción parece diluirse en una cultura del descarte, donde todo es inmediato, desechable, relativo. La educación, que debería ilustrar y fortalecer ese sentido, ha sido debilitada, ideologizada o simplemente abandonada. Las profesiones que antes encarnaban valores —como la medicina o la función policial— son hoy objeto de desconfianza, cuando no de odio. Es revelador que muchos menores delincuentes dirijan su violencia específicamente contra los policías, en una especie de ajuste de cuentas con la autoridad, reflejo de una sociedad que dejó de creer en sí misma.
La vida, en su misterio y belleza, es presentada por la cultura como un don, un regalo inalienable. Pero cuando todo se reduce al cortoplacismo político o a las estadísticas sociales, ese sentido desaparece. La política, sí, tiene un papel ineludible: debe fomentar la recuperación de la familia como institución básica, acompañarla material y simbólicamente. En nuestro país, sin embargo, ese pilar se ha ido desmoronando durante las últimas décadas, entre leyes disolventes, indiferencia estatal y discursos que más fragmentan que construyen. La consecuencia es la anarquía creciente, el individualismo feroz y la pérdida generalizada de respeto: por la autoridad, por el otro, por la vida misma. En esta sociedad donde quien grita más cree tener la razón, la civilización retrocede y el vacío se llena con violencia, nihilismo o indiferencia.
Es tiempo de levantar la voz con responsabilidad, no para señalar con el dedo, sino para advertir que si no recuperamos el sentido de la vida y del esfuerzo, el futuro no será más que una repetición amplificada de este presente que ya se vuelve insoportable.
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