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Una vez más, el país asiste al intento de institucionalizar un modelo de cogobierno que, lejos de democratizar la educación, la encierra en una lógica corporativa, autorreferencial y ajena al verdadero interés público. El proyecto de ley presentado por el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) para crear la Universidad Nacional de la Educación (UNED) no es otra cosa que la consagración del cogobierno como forma de poder. Un poder no ejercido por representantes de la ciudadanía, sino por grupos organizados —docentes, estudiantes, egresados— cuya representatividad, legitimidad y visión del bien común son discutibles.

En su redacción, el proyecto dedica sus principales esfuerzos a asegurar la estructura de poder interna. Un Consejo Directivo Nacional compuesto por siete miembros: tres docentes (uno de ellos rector), dos estudiantes y dos egresados. ¿Y el Estado? ¿Y los representantes del pueblo? Brillan por su ausencia. A ello se suma una Asamblea Nacional donde se repite la misma fórmula: una mayoría corporativa de docentes, estudiantes y egresados, elegidos por voto secreto, sí, pero entre pares, y no por el pueblo soberano. Se pretende calcar, sin el menor espíritu crítico, el modelo de la Universidad de la República, que ha demostrado ser todo menos eficiente, ágil o plural.

En el plano filosófico, el cogobierno es incompatible con una visión liberal y republicana del Estado. Las instituciones públicas, en especial las educativas, deben ser dirigidas por autoridades que respondan a un mandato democrático, que rindan cuentas ante la ciudadanía y no ante sus propios colectivos. El principio de soberanía popular no puede ser sustituido por el mandato gremial. En una república, los organismos del Estado deben servir al interés general, no a intereses particulares disfrazados de participación.

Y si el argumento filosófico no basta, los hechos están a la vista. Décadas de cogobierno en la Universidad de la República han producido una institución endogámica, lenta, capturada por grupos ideologizados, y con escasa permeabilidad a los cambios que exige el siglo XXI. ¿Por qué repetir el error? ¿Por qué trasladar ese esquema fallido a una nueva institución en lugar de pensar modelos alternativos, más modernos, más democráticos en el verdadero sentido del término?

La creación de una universidad dedicada exclusivamente a la formación docente debería ser una oportunidad para innovar, para profesionalizar la enseñanza, para modernizar la educación desde una mirada abierta al mundo y comprometida con la excelencia. Pero nada de eso se logra cuando la prioridad es “repartir poder” entre colectivos que, aunque legítimos en su rol, no pueden ni deben sustituir al Estado como garante del bien común.

El MEC ha optado por complacer a las gremiales y a los sectores más conservadores del pensamiento educativo. Lo hace en nombre de una supuesta “participación democrática”, que en realidad no es más que la institucionalización del privilegio corporativo. Que los docentes y estudiantes opinen, propongan, debatan, por supuesto. Pero que no gobiernen. Porque lo público no se gobierna desde adentro, se gobierna desde el mandato de todos.

Es de esperar que la oposición, y en particular la autodenominada Coalición Republicana, esté a la altura de las circunstancias. Para la aprobación del proyecto se necesitan mayorías especiales —dos tercios en cada Cámara— y ese requisito debe ser el dique de contención ante este nuevo intento de cristalizar una lógica corporativista que ya ha hecho suficiente daño al sistema educativo uruguayo. El Parlamento tiene ahora la palabra. Y el deber de no repetir errores del pasado.

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