Con el trabajo no se juega
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

“La libertad de trabajo no es negociable. El fin de la sindicalización obligatoria no es negociable. El derecho al trabajo no es negociable.” No son frases de ocasión, son la expresión de un hartazgo social que crece frente a un sindicalismo que, en demasiados casos, se ha divorciado de la realidad del trabajador común. Porque, como en todo en la vida, debe existir un límite, un orden, y eso es lo que algunos dirigentes sindicales parecen haber olvidado. Las llamadas “licencias sindicales” se han convertido en un atajo para no cumplir con las tradicionales ocho horas de trabajo. Se argumenta que el dirigente “se sacrifica” por la causa, que “da la vida” por la acción gremial. Pero mientras tanto, las horas que no trabaja se cargan sobre la espalda de sus compañeros, esos que sí cumplen con su jornada completa. La honestidad y coherencia del retirado dirigente de la Federación de la Bebida, Richard Read, se vuelve aquí un espejo incómodo: él sostenía que el sindicalista debía dar el ejemplo, trabajar junto a sus compañeros y nunca vivir desconectado de la realidad laboral que decía defender. Urge, entonces, un cambio de reglas. Es hora de que todos los sindicatos tengan personería jurídica obligatoria y que cada trabajador sea libre de asociarse o no, sin presiones ni chantajes. También es necesario exigir rendiciones de cuentas claras y anuales sobre el uso de los fondos sindicales. La transparencia no es un lujo, es una obligación.
El ejemplo más reciente de que algo se está quebrando vino desde dos frentes inesperados: el intendente de Salto le marcó las normas, olvidadas, a la dirigencia municipal de nuestro departamento y los empresarios del sector pesquero al sindicato correspondiente. Tras más de 70 días de paralización en la pesca, sin que el Ministerio de Trabajo ni el MGAP movieran un dedo para resolver el conflicto, las pérdidas se hicieron insostenibles. Empresas, trabajadores de a bordo y de planta, todos pagando las consecuencias de un estancamiento que nadie parecía dispuesto a destrabar. ¿Cuántos contratos internacionales se incumplieron? ¿Cuántas oportunidades de exportación se perdieron? ¿Quién responde por el daño al país?
Ante la inacción oficial, los empresarios decidieron dar un paso audaz: refundar la actividad y convocar a nuevos trabajadores para embarcarse, sin el filtro de la estructura sindical que había llevado al bloqueo. El Pit-Cnt lo tildó de “antisindical”. La respuesta de la realidad fue demoledora: alrededor de 5.000 personas se presentaron, atraídas por salarios que, en temporada de buena pesca, pueden llegar a los 10.000 pesos diarios.
El mensaje fue claro: el uruguayo quiere trabajar. Y cuando se le abre la puerta, la cruza. Los abusos sindicales, tarde o temprano, se pagan. Pero el precedente que deja este episodio es poderoso: si una empresa se ve acorralada por el sindicalismo patotero, puede buscar alternativas y la gente las tomará. Este país necesita que su gente trabaje, que gane su pan con el sudor de su frente y que contribuya al desarrollo nacional. No podemos seguir alimentando un Estado que crece en funcionarios pero no en eficiencia, ni tolerar que sectores estratégicos queden rehenes de intereses corporativos. Lo que está en juego no es solo un conflicto puntual, sino un modelo de relación laboral. El sindicalismo que quiera sobrevivir tendrá que reconectar con la realidad, abandonar privilegios injustificables y volver a representar al trabajador, no a la cúpula. Si no, episodios como el de la pesca se multiplicarán. En buena hora que este cambio empiece a tomar forma. Porque la libertad de trabajar, como la dignidad de quien lo hace, no es materia de negociación.
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