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Las raíces del conflicto en la Intendencia de Salto, están a la vista: un convenio que permitió el ascenso y la estabilidad presupuestaria de 292 funcionarios — que, más allá de su apariencia técnica, tuvo una evidente carga política—. Es legítimo defender a los trabajadores cuando sus derechos son vulnerados; lo que aquí se defiende no es un derecho colectivo sino un privilegio otorgado por razones ajenas a la meritocracia o al interés público. Peor aún, ese privilegio ha servido para recomponer redes de lealtades y premiar punteros políticos, práctica que corroe la institucionalidad y erosiona la confianza ciudadana.

Resulta particularmente inquietante la actitud del presidente del sindicato. Cobrar como funcionario y no ejercer las obligaciones que ello demanda —empleando el cargo para sostener un poder gremial personal— no es defensa: es uso privado del recurso público. Que esta conducta se ampare en interpretaciones a la carta de la normativa sindical revela una concepción del derecho como instrumento al servicio de intereses particulares, y no como marco que garantiza el bien común.

La memoria institucional lo recuerda con crudeza: no hace tanto tiempo ADEOMS miró hacia otro lado cuando, bajo otra administración, se depuró una plantilla similar. Entonces la consigna fue la disciplina administrativa: “ordenar la casa”, dijeron, y se habló de sueldos sin contraprestación. Hoy, con el signo político cambiado, esos mismos argumentos se han transformado en denuncia de atropello. No es inconsistencia: es estrategia. El doble discurso evidencia que la defensa no siempre se orienta por criterios laborales, sino por conveniencias políticas y la voluntad de conservar influencia.

El Intendente Albisu actuó dentro de esa lógica institucional que exige control y legalidad: creó una Comisión Especial para evaluar caso por caso las regularizaciones. La conclusión —que los ingresos se hicieron sin norma habilitante, sin las formalidades administrativas mínimas y en violación de la Constitución— obliga a una respuesta. El deber constitucional del intendente de “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes” (art. 275, numeral 1) no admite mirada selectiva. Si las contrataciones agravan una situación económica y financiera ya crítica para la comuna, la revocación no es un capricho sino una obligación de prudencia fiscal y legalidad.

Aceptemos la incomodidad: decisiones que implican ceses y ajustes siempre son dolorosas. Pero evitar mirarlas con honestidad intelectual por miedo a la alarma mediática o por trato preferencial sólo suma fracturas. Un sindicato que se atrinchera en la victimización mediática para proteger lo que no puede justificar jurídicamente, lo inhabilita como interlocutor serio. La discusión que se plantea no es técnica únicamente; es ética. Exige que el movimiento sindical recupere la coherencia entre discurso y práctica, que ponga el interés colectivo por encima de las conveniencias de cúpula, y que se responsabilice por la transparencia. Solo así dejará de ser refugio de privilegios y volverá a ser lo que debe ser: la voz auténtica de los trabajadores frente a los abusos del poder, no un brazo más de la política clientelar.

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