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El atentado contra la Fiscal de Corte no es un episodio aislado, ni un hecho menor, ni un susto más en la larga lista de delitos que sacuden al Uruguay. Es, sin vueltas, la confirmación brutal de que los carteles del narcotráfico actúan a voluntad en nuestro territorio y que las autoridades parecen incapaces —o peor aún, poco dispuestas— a reaccionar con la firmeza que la ciudadanía demanda.

Como el lector sabe, en la madrugada del domingo, dos individuos armados ingresaron en el patio de la casa de la máxima autoridad del Ministerio Público, Mónica Ferrero. No hablamos de un comerciante extorsionado, de un ajuste de cuentas entre bandas, ni siquiera de un policía sorprendido en servicio. Hablamos de la Fiscal de Corte de la República, la cúspide institucional de la acción penal en el país. Si su vida estuvo en riesgo —y todo indica que lo estuvo— el mensaje es tan claro como aterrador: los narcos ya no tienen límites.

La reacción política e institucional no estuvo a la altura. Tras horas de espera, el presidente convocó a ansiada conferencia de prensa. Desde el atril, volvió a repetir lo de siempre: lugares comunes, promesas vagas y cero definiciones concretas. Una vez más, se evitó poner sobre la mesa lo que la gente quiere escuchar: qué medidas se van a tomar, cómo se van a implementar y cuándo empezarán a regir. Lo demás es palabrerío vacío.

Como bien dijo la periodista Patricia Madrid en Radio Carve, este atentado nos desnudó como sociedad: estamos indefensos. Ni la Policía ni los servicios de inteligencia detectaron la amenaza. Ni un infiltrado, ni un “topo” en las organizaciones narco, ni una alerta preventiva. Nada. La Fiscal de Corte estuvo expuesta y viva de milagro. La custodia apostada en la garita era, a todas luces, un decorado inútil. Y la conclusión es escalofriante: no la mataron porque no quisieron.

La comparación con los años 60 es inevitable. Entonces fueron los tupamaros, convencidos de que podían derribar la democracia a balazos. Hoy son los narcos, que no buscan ideologías sino plata, territorio y poder. Pero el resultado es el mismo: un Estado en jaque, una fuerza pública desbordada y una ciudadanía aterrada.

Los carteles han demostrado que poseen armas, recursos y una capacidad de fuego superior a la de las autoridades. Y lo hacen exhibiéndolo, dejando claro que ellos marcan el ritmo de la violencia. La institucionalidad, mientras tanto, responde tarde, mal y con la vista puesta en el cálculo político, en lugar de concentrarse en lo que realmente importa: proteger la vida de los uruguayos y defender la autoridad del Estado.

Y aquí es donde el presidente Yamandú Orsi no puede escudarse en discursos vacíos. Este no es un episodio para la retórica, es un punto de quiebre. O ejerce con decisión el liderazgo que su investidura reclama, o pasará a la historia como el presidente que permitió que los narcos colonizaran sin resistencia los cimientos mismos de la República. Ya no hay margen para la tibieza, porque cada día que pasa sin respuestas firmes y concretas, el crimen organizado avanza un paso más. Y si Orsi no entiende eso, el país corre el riesgo de quedar en manos de quienes ya demostraron que el Estado les teme. Recuerden lo que antes de asumir, afirmó el Ministro Carlos Negro en torno al tema narco y analicen el presente. Sobran las palabras, se necesitan decisiones y acciones.

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