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La política uruguaya nunca deja de sorprender. Cuando uno cree que ya se tocó fondo en materia de declaraciones irresponsables, aparece un nuevo intento de perforar el subsuelo. El caso del diputado frenteamplista Gabriel Otero (MPP) es un ejemplo perfecto de cómo la ideología mal digerida puede transformarse en un arma de destrucción masiva contra la sensatez.

El legislador, en un rapto de audacia desprovista de lógica, planteó que el Estado uruguayo debería demandar a los empresarios de la pesca por las pérdidas ocasionadas durante el conflicto laboral que ya superó los ochenta días. Según Otero, la falta de apertura de los armadores al diálogo y su negativa a aceptar la mediación del Ministerio de Trabajo los convierte en responsables del desastre económico que atraviesa el sector. En otras palabras: los empresarios serían culpables por no claudicar ante un sindicato que paralizó la actividad, echando a la basura meses enteros de una zafra irreemplazable.

Lo insólito del planteo roza lo grotesco. Porque si algo ha quedado en evidencia en este prolongado conflicto es que la intransigencia del sindicato, con sus reclamos desmedidos y fuera de toda racionalidad, fue la verdadera causa de la parálisis. Los armadores pueden haber mostrado rigidez, sí, pero lo que destruyó la temporada y provocó pérdidas millonarias fue la huelga irracional. Sin embargo, Otero decide colocar el mundo patas para arriba: el culpable no es quien bloquea, sino aquel que se niega a rendirse a un chantaje laboral.

Esta propuesta no es solo absurda, es peligrosa. Porque cada vez que un dirigente político abre la boca para anunciar que el Estado debería judicializar a empresarios que generan empleo y exportaciones, lo que se transmite al exterior es un mensaje inequívoco: Uruguay no es un país serio para invertir. Ningún capital extranjero, ni pequeño ni grande, quiere arriesgarse en un lugar donde un legislador del partido gobernante fantasea con castigos estatales a quienes se limitan a defender la viabilidad de su negocio.

Más aún, Otero habla como si la economía fuera un tablero de ajedrez donde el Estado puede mover piezas a su antojo, sin consecuencias. Pero la realidad es mucho más brutal: cada zafra perdida son barcos parados, plantas procesadoras cerradas, exportaciones incumplidas y divisas que nunca ingresarán. ¿Quién compensará ese agujero? ¿Un fallo judicial contra empresarios a quienes ya se les desplomó la actividad? ¿O un aplauso cerrado en la bancada parlamentaria?

Lo que debería preocuparle al diputado —y a todo el Frente Amplio— no es cómo inventar demandas para disimular la torpeza del sindicato, sino cómo garantizar que semejante desastre no vuelva a repetirse. Porque si de responsabilidades se trata, el único demandable en este caso es el gremio, que no solo paralizó al sector durante más de dos meses, sino que además, al levantar el paro, se olvidó olímpicamente de los motivos originales de su lucha. Fue un capricho sindical con un costo social gigantesco.

En lugar de exigir sensatez a quienes bloquearon la producción, Otero prefiere culpar a quienes todavía sostienen empleos y arriesgan capital. Esa es la peor señal que un país puede dar. Y confirma, una vez más, que la política uruguaya corre el riesgo de transformarse en una máquina de espantar inversiones con propuestas que rozan lo demencial.

Uruguay necesita reglas claras, previsibilidad y respeto a la legalidad. No discursos voluntaristas ni ocurrencias que parecen extraídas de un manual de agitprop. Mientras dirigentes como Otero insistan en culpar a las empresas en lugar de exigir responsabilidad a sindicatos irresponsables, lo único que lograremos será consolidar la imagen de un país que castiga al que produce y premia al que bloquea. Un camino recto, pero directo al abismo.

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