El clientelismo político
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Por Leonardo Vinci
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El clientelismo político es una práctica que ha atravesado las distintas administraciones departamentales del país y que, en mayor o menor medida, se repite en todos los períodos de gobierno. Se trata de una modalidad por la cual los intendentes, contratan o designan personal en forma directa, muchas veces sin concursos ni sorteos, priorizando a ciudadanos que han militado en sus filas o que son dirigentes de su mismo sector político. Este fenómeno, aunque no exclusivo de Uruguay, genera debate porque pone en tensión dos aspectos que conviven en la gestión pública: por un lado, el derecho de toda autoridad electa a gobernar con un equipo de confianza; y por otro, la obligación de velar por la transparencia, la equidad en el acceso a los cargos públicos y el respeto a los principios constitucionales.
La frontera entre una práctica legítima y el clientelismo político es delgada y difusa. Es lógico que un intendente desee rodearse de colaboradores que compartan su visión y que trabajen alineados a su programa de gobierno, pues de ello depende en gran medida el éxito de su gestión. Sin embargo, cuando los nombramientos se convierten en una forma de premio por la militancia o de pago por servicios políticos, el problema se agrava: la administración se transforma en una herramienta de reparto y no en una estructura al servicio de la ciudadanía.
El Artículo 62 de la Constitución de la República establece que los Gobiernos Departamentales deberán sancionar un Estatuto para sus funcionarios. Lo más relevante de esta disposición es que para declarar la amovilidad de los funcionarios y calificar los cargos de carácter político o de particular confianza se requieren los tres quintos de la Junta Departamental. En otras palabras, la Constitución ya reconoce que debe existir una categoría de cargos de particular confianza que acompañen al intendente en su tarea, pero delimita claramente cuáles son y bajo qué condiciones pueden ser designados.
El problema surge cuando se generan nombramientos encubiertos bajo la forma de contratos temporales, pasantías o designaciones directas que, en los hechos, cumplen funciones de confianza política, pero sin estar declarados como tales. Esta práctica abre la puerta al clientelismo y desvirtúa el sentido del marco constitucional.
La pregunta clave es cómo lograr un equilibrio entre la necesidad de confianza política y el respeto a la transparencia. La respuesta parece estar en una reforma práctica y realista de los cargos de confianza mediante un acuerdo multipartidario.
Lo que se debería hacer es transformar los cargos vacantes en cargos de particular confianza, ampliando la cantidad de puestos claramente definidos en esa categoría. De esta forma, el intendente tendría un margen razonable para conformar su equipo con personas de su confianza, sabiendo que esos cargos cesarán automáticamente al finalizar su mandato, tal como lo establece la Constitución.
Este mecanismo permitiría que la administración funcione con un equipo alineado políticamente al jefe comunal, pero al mismo tiempo se evitaría que los nombramientos sean eternizados o se disfracen bajo modalidades irregulares. A su vez, los cargos técnicos o de carrera seguirían siendo ocupados mediante concursos, garantizando así la profesionalización del funcionariado público.
El clientelismo político no es una fatalidad inevitable. Es posible compatibilizar la confianza política con la transparencia administrativa, siempre que se aplique correctamente el marco constitucional y se tenga la voluntad de diferenciar con claridad los cargos de confianza de los de carrera.
El desafío está en transformar las prácticas habituales en reglas claras que fortalezcan la democracia y la institucionalidad. Solo así se logrará un equilibrio entre la lógica política y el respeto al bien común, terminando con una costumbre arraigada que, lejos de beneficiar a la ciudadanía, la priva de contar con administraciones más justas, eficientes y transparentes
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