Uruguay y el crimen organizado
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Por Jorge Pignataro
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jpignataro@laprensa.com.uy
Cada país se define también por la forma en que protege a quienes tienen menos poder para hacerse escuchar. En América Latina, donde el crimen organizado ha construido redes económicas, logísticas y territoriales con una sofisticación inédita, este deber se vuelve especialmente urgente. Uruguay todavía conserva márgenes importantes de institucionalidad y cohesión social, pero sería ingenuo creer que esos márgenes son impermeables. La amenaza ya está instalada y avanzar sobre ella requiere decisión estratégica, no impulsos coyunturales ni respuestas improvisadas. El narcotráfico no siempre se presenta con la imagen espectacular del territorio “liberado”. A veces se infiltra de modo más sutil y, por eso mismo, más corrosivo: ocupa grietas institucionales, sustituye funciones, crea reglas paralelas y se vuelve parte del paisaje cotidiano.
Los ejemplos en la región son contundentes. En zonas de Brasil o Paraguay, las organizaciones criminales lograron imponer su ley no porque el Estado haya desaparecido, sino porque fue desplazado lo suficiente como para que sus decisiones ya no sean las que determinan la vida diaria. Ese tipo de corrosión es lenta, pero devastadora.
Uruguay observa estos procesos con la preocupación de quien sabe que no está al margen. Los ataques contra operadores del sistema de justicia, la capacidad de las bandas para penetrar estructuras carcelarias y el uso del puerto como punto de tránsito del tráfico internacional son señales que ningún país serio puede desestimar. Aunque los delitos contra la propiedad hayan disminuido en los últimos años, la violencia homicida asociada al narcomenudeo se mantiene constante. Ese núcleo duro es el que marca la verdadera temperatura del problema, y el que más directamente golpea a los sectores vulnerables.
La cárcel, lejos de ser un freno, es hoy un territorio donde muchas organizaciones se consolidan. Desde allí reclutan, gestionan y extorsionan, incluso a familias enteras. Afuera, mientras tanto, buscan lo de siempre: territorialidad. La disputa por referentes locales —líderes comunitarios, organizaciones barriales, comisiones vecinales— no es casual. Es una estrategia deliberada para legitimar su dominio y crear dependencia social. No se trata solo de drogas: se trata de control, disciplina y miedo.
Frente a esto, el riesgo es caer en un falso dilema. Entre la permisividad ingenua y el autoritarismo disfrazado de eficiencia hay un espacio que Uruguay debe ocupar con firmeza: el de una democracia que se defiende a sí misma fortaleciendo su Estado de derecho. Ceder libertades a cambio de soluciones rápidas es una tentación conocida y peligrosa; ignorar la magnitud del problema, también. Las democracias latinoamericanas se han debilitado por ambas rutas, ya sea por entregar poder a líderes que prometen mano dura ilimitada o por permanecer de espaldas a la realidad hasta que es demasiado tarde.
La respuesta exige políticas de largo plazo: inteligencia policial sofisticada, controles fronterizos modernos, investigación financiera capaz de seguir el dinero y un sistema carcelario que realmente impida que las organizaciones criminales operen desde adentro. Pero también necesita algo más profundo: barrios con instituciones presentes, escuelas activas, clubes funcionando, cultura y deporte como estructuras de contención. No hay seguridad sin ciudadanía empoderada ni sin un entramado social que compita con la oferta de los grupos criminales.
Uruguay tiene una ventaja decisiva: aún está a tiempo. Pero ese margen se reduce cada día que se posterga una estrategia nacional, sostenida, consensuada y ajena a la disputa partidaria. El crimen organizado no concede treguas. Si avanza, retrocede el país entero, y los primeros en pagar el precio son siempre los más vulnerables.
Defender la democracia —sin ingenuidades y sin extremos— no es una consigna; es una necesidad urgente. La pregunta no es si podemos enfrentar este desafío, sino si estamos dispuestos a hacerlo antes de que otros decidan por nosotros cómo se vive y quién manda.
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