¿Agrandar, achicar, o mejorar la gestión del Estado?
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

La discusión sobre el tamaño del Estado en Uruguay, como en muchos otros países, suele quedar atrapada en una falsa dicotomía: o se agranda o se achica. Esta lógica simplista olvida que el verdadero problema no es cuánto ocupa el Estado, sino cómo actúa, a quién sirve y con qué objetivos. Reducir el debate a una cuestión de volumen es, en el mejor de los casos, ingenuo; en el peor, una estrategia ideológica que encubre intereses sectoriales o partidarios.
Uruguay, históricamente, ha tenido un Estado fuerte, proveedor de servicios esenciales y garante de ciertos derechos sociales básicos. Esa herencia batllista ha forjado una cultura en la cual el Estado es percibido como un protector omnipresente: cuida al ciudadano desde la cuna hasta la tumba, garantiza salud, educación, seguridad, y también empleo. Esta concepción no es neutra: tiene raíces culturales profundas y ha reemplazado, en buena medida, el rol tradicional que en otras sociedades ocupa la religión. Se le pide al Estado lo que antes se le pedía a Dios.
Pero esta idolatría estatal no está exenta de consecuencias. Un Estado hipertrofiado, incapaz de autorregularse, se convierte en botín. En lugar de ser instrumento de equidad y desarrollo, puede ser utilizado por sectores o ideologías para imponer agendas particulares a toda la sociedad. Cuando eso ocurre, el Estado deja de ser neutral y se transforma en el principal vehículo de expansión de intereses monopólicos disfrazados de políticas públicas. Ya no es la nación quien decide su destino, sino una facción que intenta moldearla a su imagen y semejanza.
En este contexto, ni el achicamiento abrupto del Estado ni su expansión irreflexiva resultan soluciones sensatas. Reducir su tamaño sin atender a sus funciones esenciales implicaría desmantelar servicios fundamentales en salud, educación y protección social, afectando principalmente a los más vulnerables. Ampliarlo sin control, en cambio, nos hunde más en el círculo vicioso de clientelismo, burocracia ineficiente y dependencia estatal crónica.
Lo que realmente necesitamos es un Estado inteligente, que sepa dónde estar y dónde retirarse. Un Estado que no sea omnipresente, pero tampoco ausente. Que no sea dueño de la economía, pero tampoco un espectador impotente. Que deje de ser refugio de acomodos políticos y se convierta en un espacio de mérito, profesionalismo y transparencia.
La tarea, por tanto, no es agrandar ni achicar, sino redefinir. Revisar funciones, eliminar redundancias, profesionalizar la gestión, abrir espacios de participación ciudadana, transparentar los vínculos con el sector privado y romper con la lógica del “empleo por lealtad partidaria”. Esto exige coraje político, visión a largo plazo y, sobre todo, una ciudadanía dispuesta a exigir más que slogans de campaña.
Además, esta discusión no es solo económica, sino profundamente cultural y filosófica. Debemos interrogarnos sobre el rol que le asignamos al Estado en nuestra vida, sobre la responsabilidad individual y colectiva, sobre la libertad frente a la tutela permanente. Porque un pueblo que todo lo espera del Estado es también un pueblo que renuncia a su autonomía y se convierte en rehén de quien lo gobierna.
Uruguay no necesita ni motosierra ni expansión ciega. Necesita una reforma seria, valiente, gradual pero decidida. Necesita sacudirse el polvo de las ideologías sesgadas y caminar hacia un modelo que combine eficiencia con equidad, libertad con solidaridad, desarrollo con justicia. Necesita menos acomodos y más gestión. Menos Estado-dios y más Estado-ciudadano. La respuesta, en definitiva, no está en agrandar o achicar el Estado. Está en transformarlo. Y esa tarea nos involucra a todos.
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