¿La prioridad, son realmente los niños?
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Por José Pedro Cardozo
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Durante la campaña preelectoral, el entonces candidato y hoy presidente Yamandú Orsi, prometió una ayuda económica específica para los escolares y liceales: algo más de $2.000 para que cada familia pudiera afrontar el inicio del año lectivo. Una suma modesta si se considera el costo real de los útiles escolares, pero simbólicamente importante. Era una señal de voluntad política, una declaración de principios: los niños son prioridad. Sin embargo, las clases comenzaron, los meses pasaron y la promesa se esfumó. No solo no se cumplió: ahora sabemos que ni siquiera se intentará cumplir.
La excusa oficial —el estado crítico de las finanzas públicas— parece razonable en un primer vistazo. El gobierno alega haber heredado una economía más complicada de lo que se suponía. La gestión anterior, aseguran algunos legisladores oficialistas, dejó una situación endeudada y mal manejada. Sin embargo, esta afirmación no es unánime dentro del propio gobierno. El ministro de Economía, Álvaro Odonne, sostiene que la macroeconomía está bien y que no hay “bombas” por explotar. ¿Entonces? Si la economía no está tan mal como se denuncia, ¿dónde está el dinero prometido para los niños?
La contradicción es clara: por un lado, se declara que combatir la pobreza infantil es prioritario; por el otro, se omite ejecutar acciones concretas y urgentes para aliviar esa misma pobreza. Más aún, mientras se incumplen promesas básicas, se avanza en decisiones que parecen ir en dirección opuesta al discurso de justicia social. El caso más llamativo es la reciente compra de una lujosa estancia para el Instituto Nacional de Colonización (INC), un organismo en crisis, que busca reactivar la producción lechera ofreciendo tierras a pequeños productores. ¿Es ese el momento adecuado para realizar semejante inversión, mientras se recortan ayudas sociales básicas?
Las cifras son alarmantes: se estima que la pobreza alcanza al 17% de la población, y que llega a un 30% en la niñez. La evidencia científica es clara: un niño mal alimentado, sin acceso a materiales educativos, tiene menos posibilidades de desarrollar su potencial cognitivo y motor. A eso se suman los efectos psicosociales del abandono institucional. No se trata de ideología, sino de datos concretos y consecuencias reales. No invertir en la infancia hoy, es hipotecar el futuro del país mañana.
Pero las prioridades del Estado parecen otras. Las llamadas pensiones reparatorias para excombatientes tupamaros, con carácter hereditario incluso para nietos, siguen intactas. Un gasto que, aunque legalmente justificado, resulta políticamente incómodo cuando se lo compara con la omisión de ayudas básicas a los sectores más vulnerables. Es difícil justificar ante “Juan Pueblo” —quien lucha cada día para llenar la olla y mandar a sus hijos a la escuela— que no hay plata para comprar cuadernos, pero sí para mantener privilegios de pocos.
El gobierno, en lugar de cargar la responsabilidad únicamente sobre el pasado reciente, debería asumir su propia cuota de acción. Porque gobernar no es solo administrar recursos: es priorizar. Y si, como se ha repetido hasta el cansancio, los niños son la prioridad, no pueden seguir siendo los primeros en ser olvidados cada vez que se habla de austeridad. Las palabras, sin hechos, son solo eso: palabras.
En tiempos donde el sacrificio vuelve a exigirse a la clase media y trabajadora, sería deseable ver coherencia entre el discurso oficial y las decisiones que se toman. De lo contrario, lo que queda es una sensación amarga de promesas vacías y prioridades mal asignadas. Si no se invierte hoy en los más chicos, ¿de qué futuro estamos hablando?
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