¿Mas estado y menos actividad privada?
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Por Jose Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy
Uruguay atraviesa un momento bisagra, aunque muchos prefieran no verlo. La discusión pública parece girar sobre detalles administrativos, pulseadas sindicales o intentos de “mesas de diálogo” que nunca llegan a puerto. Pero el problema central —y más grave— es otro: el país se está quedando sin empresas competitivas, sin industrias capaces de invertir y sin puestos de trabajo de calidad. Y ese fenómeno, lento pero persistente, tiene consecuencias que ya son visibles.
No existe una lista oficial y completa de todas las micro, pequeñas, medianas y grandes empresas que cerraron en 2025. Pero sí abundan los informes de prensa, los reportes económicos y, sobre todo, la preocupación creciente entre el empresariado, especialmente en el sector industrial. Los diagnósticos coinciden: altos costos de producción, falta de competitividad global, rigideces laborales y una presión fiscal que no afloja.
Los ejemplos son contundentes y recientes. Yazaki, la autopartista japonesa, decidió que producir en Uruguay era demasiado caro y mudó parte de sus operaciones a Argentina y Paraguay. La estadounidense Verizon, que alguna vez evaluó instalarse con más fuerza en el país, optó directamente por retirarse, casi en silencio, dejando apenas una mínima representación. La empresa de criptomonedas Tether Holdings también se fue, empujada por los costos energéticos sin que UTE considerara otorgarle beneficios como “alto consumidor”, pese a su escala. UKG, multinacional tecnológica, cerró operaciones y dejó sin empleo a 300 trabajadores.
Son señales innegables. Y no son episodios aislados. Ocurren en un país donde el Ministerio de Economía intenta atraer inversiones, mientras otros actores internos las espantan. Porque la realidad es tozuda: Uruguay es caro para producir, lento para responder y rígido para adaptarse.
A esto se suma un mercado laboral que sigue mostrando fisuras profundas. La tasa de desempleo ronda el 6,9%, pero en nuestro Salto y otros, permanecen por encima del 9%. Buena parte de su masa laboral depende del trabajo zafral, informal o de subsistencia. Lo que escasea, aquí y en todo el país, son los empleos de calidad, estables, formales y bien remunerados.
Como de algo hay que vivir, prolifera la economía de sobrevivencia: ventas ambulantes, repartos en moto, pequeños emprendimientos improvisados, artesanías, changas. Son expresiones legítimas del esfuerzo individual, pero también la evidencia de un país que ha ido dejando de producir valor agregado.
Mientras tanto, crece año a año el número de empleados públicos, municipales y de empresas estatales, muchas de las cuales distan de ser rentables. El aparato estatal se expande, pero la actividad privada —la que genera riqueza real— se achica. Y cuando ocurre eso, la ecuación es insostenible: menos empresas producen, más contribuyentes se van o se funden, y más personas dependen del Estado.
El problema estructural permanece intacto: costos laborales altos, baja productividad, escasa competitividad, rigidez sindical y una presión fiscal que castiga al que arriesga. Ante este panorama crítico, el gobierno luce dividido. El Ministerio de Trabajo insiste en “diálogos”, “mesas” y “avisos obligatorios” para las empresas que enfrentan dificultades o evalúan cerrar. Pero nada de eso crea empleos. Nada de eso mejora la competitividad. Nada de eso atrae inversiones.
La pregunta de fondo es simple, aunque incómoda: ¿Entiende el país que el Estado se ha convertido en una pesada ancla para la actividad privada? Si no se enfrenta este dilema con valentía, si no se asume que sin empresas no hay empleo y sin empleo no hay desarrollo, Uruguay corre el riesgo de consolidarse como un país que ya no produce casi nada. Y ese, más que un titular, sería un fracaso colectivo.
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