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Uruguay acaba de dar un paso importante que no tuvo mucho eco en la presa local, pero tiene más importancia de la que parece: firmamos con el Consejo de la Unión Europea un tratado internacional sobre Inteligencia Artificial, Derechos Humanos y Estado de Derecho. Fuimos el primer país latinoamericano en sumarnos, después de 16 firmas como las de Estados Unidos, Japón, Canadá e Israel.

Haber firmado este tratado significa que nos comprometemos a que el uso de la inteligencia artificial no choque con valores básicos que rigen nuestro sistema republicano de gobierno: la privacidad, la igualdad, la posibilidad de reclamar si una máquina se equivoca. En buen romance: que el diseño y uso de estos sistemas respeten la democracia y el Estado de derecho.

Puede sonar lejano, pero la IA ya está -y mucho- acá. Cuando pedimos un préstamo y el banco analiza nuestro historial. Cuando Netflix nos recomienda qué película mirar. Cuando una aseguradora define una indemnización. Cuando Instagram nos muestra publicidad en las historias. Cuando Waze calcula el tráfico y te cambia de ruta. Incluso en el campo uruguayo, tenemos desarrollos de IA que con drones que filman el ganado se puede contar el rodeo y ¡¡¡calcula el peso del ganado con un márgen de error del 1%!!! O el crecimiento de un cultivo. No la veremos los que no somos del palo, pero está. Como suele decirse, no hay más cera que la que arde.

El crecimiento de esta tecnología es realmente impresionante. El mercado mundial de IA ronda los 400 mil millones de dólares y podría llegar a triplicarse en 2030. En un año, el uso de herramientas de IA generativa pasó de un tercio de las empresas del mundo a más de dos tercios. En Uruguay todavía no está masificado los que la usan todos los días, pero ya impacta en la tecnología, las finanzas, la atención al cliente y como vimos, hasta en la producción agropecuaria.

El tratado que se firmó este mes no busca frenar esa ola. Busca algo bastante lógico: que los países tengan reglas claras. Que los sistemas sean auditables, que se evalúen los riesgos, que existan caminos de reparación si hay errores o causa algún daño. Como dice un viejo dicho que me decía mucho un excelente jefe que tuve, ¡el Diablo está en los detalles! Y ahí es donde se juega el gran partido que la IA no termine siendo una caja negra que decide sobre nuestras vidas sin que sepamos cómo o por qué.

Lo bueno es que Uruguay llega bien parado. Estamos en el puesto 19 del mundo en el Índice Global de IA Responsable. Tenemos una estrategia nacional de IA y un ecosistema de software reconocido en el mundo. Firmar este tratado es una señal de confianza que puede llegar a ir en la línea de la estabilidad jurídica que tanto vendemos afuera.

Pero ojo al gol: el convenio no trae recetas mágicas. Nos dice qué principios hay que respetar, pero cada país debe bajarlos a tierra con leyes propias. Y ahí está la verdadera discusión. ¿Vamos a regular con cabeza, cuidando a la gente pero sin poner trabas innecesarias? ¿O vamos a caer en la tentación de ahogar con controles y regulaciones a quienes quieren innovar y emprender? El desafío es encontrar ese equilibrio. Proteger a los ciudadanos, sí, pero sin espantar a las empresas ni a los emprendedores que apuestan a crear valor.

El impacto de la IA recién empieza. Va a estar en la salud, en la educación, en cómo viajamos, en cómo trabajamos, en cómo nos comunicamos. La pregunta queda abierta: ¿qué vamos a hacer con esta oportunidad? Uruguay ya firmó. Ahora falta definir cómo se regula en casa.

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