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En los últimos días, los salteños hemos vuelto a hablar de lo mismo que todos quisiéramos olvidar: rapiñas, baleados, heridos de arma blanca y robos por todos lados. Si bien son delitos que siempre existieron, teníamos la sensación de que el clima se había calmado en Salto. Sin embargo, los hechos recientes demuestran que la tranquilidad se volvió una excepción, y no la norma.

Un comercio de la zona este fue hurtado siete veces en pocos meses. En Salto Nuevo, un hombre resultó baleado a plena luz del día. Y en pleno centro, las rapiñas ocurren a cualquier hora, sin importar si es de mañana o de tarde. Los delincuentes se mueven con libertad, como si el miedo se hubiera instalado entre nosotros y ya no reaccionáramos.

El reciente robo a un comercio en Calsal no fue casualidad. Todo indica que el delincuente sabía exactamente el día y la hora en que habría dinero en el local. ¿Casualidad? Difícil creerlo. Todo apunta a que hubo inteligencia, alguien que sabía y esperó el momento justo. Lo mismo puede decirse del caso del cuidacoches de calle 33, golpeado y robado cuando se resistió. Quienes lo atacaron también sabían que a esa hora pasaba por allí con su recaudación, caminando para ahorrar el dinero del ómnibus. O del robo de una moto en una cooperativa a las dos de la mañana: dos hombres que, si calculamos fríamente, arriesgan cárcel por migajas. En números, no cierra. En valores, mucho menos.

Alguien me decía días atrás que eso no son delincuentes, son rastrillos, agarran lo que sea. Y tiene razón. Pero detrás de cada uno de esos rastrillos hay una historia de adicción, abandono y ausencia del Estado.

Más allá de los hechos, hay un punto central: dónde está la inteligencia policial. Sabemos que hay personal destinado a monitorear las zonas calientes. Sabemos también que la policía conoce a muchos de los que todos vemos a diario: jóvenes consumidos por las drogas, enfermos que el sistema no atiende. Como me dijo un amigo, se fuman un chaski y se creen Pablo Escobar. El problema es que, en esa confusión, todos quedamos expuestos.

Hace poco, nos enteramos de que un triple homicida argentino estuvo en Salto, y que el auto fue encontrado en Corralitos. Quién lo detectó. No la policía uruguaya, sino un aviso desde Argentina. Eso debería alarmarnos. Una persona con denuncias por violencia y medidas cautelares estuvo circulando sin control. Nadie chequea nada. Nadie se hace responsable.

En medio de esta inseguridad, escuché a un solo político hablar del tema con claridad. Y más allá de las diferencias que tengamos, coincido con algo que dijo: el espíritu de nuestra Constitución es claro, sencillo, para que todos lo entendamos. No hace falta ser abogado para comprender que el artículo 168 establece que el Estado debe garantizar el orden, la seguridad y la protección de las personas. Y cuando eso no pasa, algo está fallando.

Salto fue siempre un departamento tranquilo. Un lugar donde se podía caminar, saludar, vivir sin mirar para los costados. No podemos perder eso. No podemos acostumbrarnos a las sirenas, ni a los robos, ni a que el miedo se vuelva parte del paisaje. La seguridad no es un tema de izquierda o derecha. Es un derecho básico. Y cuando ese derecho se pierde, la sociedad entera empieza a enfermar.

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