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En mi querido barrio Artigas de las décadas del 80, había un personaje entrañable que todos conocíamos: Oración Silvera Olguín. Con su paso tranquilo y su voz ronca, de cigarro, vino y tango, recorría las calles saludando a grandes y chicos con su frase inconfundible: “compañero mío”. Así lo llamaban todos, simplemente Oración, y su sola presencia arrancaba sonrisas.

Era un hombre humilde, bonachón, de esos que siempre tienen un chiste listo o un tango en la punta de la lengua. Llevaba puesta una chaqueta gris ya gastada por el tiempo, y cargaba siempre su fiel vianda: un tarro de aceite “Óptimo” de cinco litros, con una manija hecha de alambre. Ese tarro, convertido en olla viajera, era llenado con cariño por los vecinos solidarios que le dejaban algo de comida.

Vivía frente a la cancha del Gladiador, en un rancho hecho con lo que se podía: maderas, cartón, chapas y algún que otro nylon para tapar los huecos. Pero cuando el cielo se ponía feo y el viento comenzaba a soplar fuerte, Oración tenía una idea muy suya: irse a dormir al cementerio.

Sí, así como suena. Para él, el cementerio no era lugar de miedo, sino de resguardo. Sabía que allí, entre los nichos, el viento no entraba y la lluvia no mojaba. Y si había nichos vacíos —que los había—, ¿por qué no usarlos para pasar la noche?

Una noche especialmente tormentosa, Oración llegó al cementerio y vio que los únicos nichos disponibles estaban en las filas de arriba. Como buen conocedor del lugar, fue y buscó la escalera que usaban los trabajadores. La arrimó con cuidado, subió y se acomodó en uno de los nichos altos para dormir, tranquilo y calentito.

Pero al amanecer, todo cambió.El Chato, el camposantero del barrio, llegó como siempre temprano. Al ver la escalera fuera de su lugar, fue a moverla, pero justo en ese momento escuchó una voz que venía de lo alto:

¡No me saquen la escalera!

El susto fue tan grande que el pobre Chato salió corriendo por la calle 2 , hoy Intrucciones de año XIII,  como alma que lleva el diablo. Pasó frente al comercio de Felipe Nan, que lo vio pasar como un rayo y comentó ¿Qué le pasó al Chato que salió disparando?

El Chato llegó a la seccional cuarta sin aliento, gritando que había un muerto que hablaba. Los policías, entre la risa y la duda, lo acompañaron de vuelta al cementerio. Y ahí estaba Oración, bien vivo, acostado en su nicho, todavía medio dormido.

La historia no tardó en dar la vuelta al barrio. Y desde entonces, cada vez que alguien se aferra a algo imposible de sostener, no falta quien diga, entre risas:
—¡No me saquen la escalera!

Así era Oración: único, sencillo, y capaz de convertir una noche de tormenta en una anécdota inolvidable. Un personaje que, sin quererlo, dejó su huella en la memoria del barrio y en el corazón de todos.

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