Un enemigo antiguo que sigue ganando terreno
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Por Angélica Gregorihk
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La sífilis constituye un problema de salud pública, tanto a nivel mundial como regional, que muestra un incremento sostenido en el tiempo. El aumento en las tasas de incidencia, tanto en población general como en casos de sífilis congénita, evidencia que estamos frente a un desafío que no cede. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2022 se registraron 8 millones de nuevos casos de sífilis en el mundo y 700.000 casos de sífilis congénita. Estos últimos provocaron 150.000 muertes fetales tempranas y prenatales, 70.000 muertes neonatales, 55.000 partos prematuros y miles de recién nacidos con bajo peso. Uruguay no escapa a este patrón.
La sífilis es una enfermedad de notificación obligatoria del grupo B, pero existe un subregistro que dificulta la vigilancia real de la situación. En 2023, la tasa de incidencia de casos notificados fue de 194,19 por cada 100.000 habitantes, con predominio en el sexo masculino. Ese mismo año, el Sistema Informático Perinatal registró 778 gestantes con pruebas positivas, aunque no todas cursaban la infección activa. Solo en el 18,8 % de estos casos se indicó tratamiento a la pareja sexual, y en 162 recién nacidos vivos se administró tratamiento.
En pleno siglo XXI, con avances médicos sin precedentes, resulta casi absurdo que sigamos hablando de la sífilis como si fuera un problema nuevo. Más irracional aún es que los casos no disminuyan, sino que aumenten, especialmente entre jóvenes de 15 a 24 años. Las cifras recientes son alarmantes: de 3.566 casos en 2020 pasamos a más de 7.000 en 2024.
¿Cómo es posible que una enfermedad conocida desde hace más de un siglo, con diagnóstico sencillo y tratamiento efectivo, siga expandiéndose? La primera respuesta no es médica, sino social. Persisten tabúes, prejuicios y silencios en torno a la sexualidad. Hasta un 70 % de las personas infectadas no presentan síntomas, y cuando aparecen, suelen confundirse con otras afecciones menores. Esto facilita que la infección pase desapercibida durante años y continúe transmitiéndose.
La prevención es clara, uso consistente del preservativo. Sin embargo, este hábito está lejos de ser la norma, tanto en adolescentes como en adultos mayores. Persisten creencias erróneas como “a mí no me va a pasar” y una resistencia cultural a la educación sexual integral, que debería ser un derecho básico y una herramienta fundamental.
Otro obstáculo es el estigma. La sífilis no discrimina: no es exclusiva de personas “descuidas” o “sin información”. Vincularla con pobreza o falta de higiene no solo es falso, sino que aleja a las personas de la consulta médica. Este estigma también dificulta la notificación a parejas sexuales, un paso clave para cortar la cadena de transmisión.
Contamos con todo para erradicarla: pruebas rápidas y accesibles como el VDRL, tratamiento eficaz y décadas de conocimiento acumulado. Lo que falta es decisión social y política para abordarla de forma integral. Se necesitan campañas claras, sin moralismos, que promuevan el autocuidado como un valor positivo. La educación debe comenzar en edades tempranas y mantenerse a lo largo de la vida.
Además, es fundamental ampliar los controles preventivos. No alcanza con exigir análisis en el ámbito laboral formal, hay que llegar a quienes trabajan de forma independiente, a jóvenes sin carné de salud y a quienes no acceden habitualmente al sistema. Incluso debe considerarse, bajo supervisión médica, el uso de antibióticos en situaciones de riesgo como medida de emergencia.
La sífilis congénita es quizás el rostro más duro de esta enfermedad. La transmisión de madre a hijo durante el embarazo puede provocar abortos espontáneos, malformaciones graves o discapacidades de por vida. Evitarlo es posible, pero requiere un compromiso colectivo y un sistema de salud capaz de detectar y tratar oportunamente cada caso.
Permitir que una bacteria descubierta hace más de un siglo siga propagándose. El desafío ya no es científico, es educativo, social y ético.
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