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Hay artistas que parecen hechos de una materia distinta, como si cargaran en sus acordes una reserva de tiempo y memoria que no les pertenece solo a ellos, sino a todos. Eduardo Darnauchans —el “Darno”— fue uno de esos músicos singulares, esquivos, casi clandestinos incluso en su época de mayor reconocimiento. Hoy, en su mes aniversario, su obra vuelve a escucharse con una claridad renovada, como si su voz se filtrara otra vez por las rendijas del tiempo para recordarnos que la sensibilidad es una forma de lucidez.

Descubrir a Darnauchans no suele ocurrir por accidente. Más bien requiere una suerte de invitación íntima, un gesto, un puente. En mi caso, esa puerta se abrió cuando un amigo, años atrás, me regaló el disco Sansueña. Yo había oído hablar del Darno —todos en algún momento oímos hablar de él—, pero fue recién entonces que lo escuché de verdad. Sansueña es esa clase de obra que no entra de golpe: se insinúa, se posa, se acomoda en el oído como un visitante que pide permiso. Y, cuando uno quiere darse cuenta, ya está adentro, reacomodando cosas.
Ese primer encuentro dejó una huella, pero el segundo llegó tiempo después, inesperadamente, cuando otra persona me obsequió el libro Oficio de Zurcidor, de la profesora de literatura Silvia Sabaj. Allí, Sabaj analiza las canciones de Darnauchans desde la perspectiva de la poesía, reconstruyendo la trama verbal y simbólica que sostiene su universo. Fue entonces, leyendo ese estudio minucioso, cuando comprendí que la obra del Darno no era solamente música: era un sistema de referencias, un tejido de voces, un territorio literario en sí mismo.




El joven trovador que se formó leyendo

Eduardo Darnauchans nació el 15 de noviembre de 1953 en Montevideo, pero siempre arrastró un aire de desarraigo que parecía transportarlo entre épocas y geografías ficticias. Su sensibilidad precoz se alimentó de un hábito poco común en adolescentes: la lectura voraz. Amó la poesía inglesa, francesa, española; leyó a Dylan Thomas, a Rilke, a Quevedo, a Apollinaire. Su educación literaria fue tan temprana como intensa, y esa marca resultaría indeleble en su obra.
Cuando comenzó a hacerse un espacio en la música uruguaya de los años setenta, lo hizo desde un lugar que escapaba a las clasificaciones del canto popular. Su voz opaca, íntima, deliberadamente tenue contrastaba con el clima agitado del momento. Mientras muchos artistas incidían en la denuncia explícita, Darnauchans exploraba la alegoría, la imagen velada, la metáfora que dice sin nombrar. En un país que atravesaba la represión, él ofrecía un refugio en la palabra.




Una obra hecha de susurros

Álbumes como Canción de muchacho (1974), El trigo y las rosas (1978) o Los tijeras (1982) consolidaron su lugar singular dentro de la música uruguaya. Sin embargo, Sansueña, publicado en 1978, ocupa un lugar especial. Es uno de esos discos que parecen hablar en voz baja para obligarnos a escucharlos con atención. Allí, las letras se llenan de imágenes diáfanas, símbolos medievales, fantasías mitológicas y paisajes interiores. Su poesía se vuelve casi un idioma propio.
Quizá por eso Silvia Sabaj eligió ese universo como objeto de estudio para Oficio de Zurcidor, título que alude a una de las figuras más bellas con que se describe al Darno: alguien que zurce, que remienda, que cose palabras para que no se rompa el sentido. El libro no solo subraya la intertextualidad de su obra —cómo dialogan sus canciones con la poesía clásica, la literatura caballeresca o la lírica moderna—, sino que pone en evidencia el rigor artístico con el que trabajaba, aun cuando su vida personal rozaba con frecuencia los márgenes y la fragilidad.




El mito del artista triste

Darnauchans arrastró siempre una especie de aura melancólica. No era impostada: formaba parte de su manera de estar en el mundo. Su vida estuvo atravesada por dificultades económicas, por problemas de salud, por momentos de aislamiento. Esa vulnerabilidad, lejos de ser un adorno biográfico, fue parte constitutiva de su arte. Pero el riesgo está en convertirla en mito: en reducir su obra a un retrato del artista torturado. Y el Darno fue mucho más que eso.
Pese a su personalidad retraída y su tendencia al silencio, era capaz de una calidez profunda con quienes alcanzaban a conocerlo. Tenía un sentido del humor agudo, una inteligencia filosa, un conocimiento literario que sorprendía a críticos y colegas. Era, al mismo tiempo, un estudioso minucioso y un bohemio imprevisible. Esa dualidad explica en buena medida la riqueza de su obra: la precisión del poeta y la libertad del músico convivían en él sin contradicción.




Un legado que se expande

Aunque murió en 2007, con apenas 53 años, su influencia no hizo más que crecer. Nuevos músicos lo consideran una referencia obligada; jóvenes lectores se acercan a su poesía a través de estudios como el de Sabaj; oyentes que tal vez jamás lo vieron en vivo descubren hoy su discografía como quien encuentra un álbum perdido lleno de fotografías familiares que no sabían que existían.
Darnauchans no ocupó los grandes escenarios de la masividad, pero su obra ha resistido el paso del tiempo porque se sostiene sobre algo más sólido que la fama: la autenticidad y la belleza. En un país donde la tradición musical suele oscilar entre el canto popular y el folclore urbano, él eligió un camino personalísimo, de una delicadeza casi anacrónica. Fue, en ese sentido, un artista adelantado y atrasado a la vez: intempestivo.




Volver a escucharlo

Este mes aniversario es una oportunidad para volver a su música con oídos renovados. Ya sea a través de Sansueña, de sus grabaciones más tempranas o incluso de sus presentaciones en vivo —esas versiones tan íntimas, tan imperfectas, tan honestas—, reencontrarse con el Darno es siempre una experiencia que deja algo latiendo.
Leer Oficio de Zurcidor mientras se escucha su voz añade otra capa de comprensión: permite ver al escritor detrás del cantante, al lector detrás del músico, al artesano detrás del poeta. Y confirma algo que atraviesa toda su obra: Eduardo Darnauchans fue, ante todo, un constructor de belleza.
En tiempos donde la prisa manda y lo inmediato se impone, su música sigue invitándonos a lo contrario: a detenernos, a escuchar, a sentir. Porque la obra del Darno no irrumpe: se posa. Y una vez que entra, ya no se va.

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