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Durante siglos, la medicina trató al cerebro y al corazón como órganos independientes, con funciones delimitadas y poco relacionadas. Sin embargo, la investigación científica de las últimas décadas ha demostrado que ambos mantienen un vínculo profundo y bidireccional, capaz de influir de manera decisiva en la salud física y emocional. Cada vez más estudios evidencian que lo que ocurre en la mente repercute directamente en el corazón, y viceversa. El doctor Mohamad Alkhouli, cardiólogo intervencionista de la Mayo Clinic en Rochester (Estados Unidos), es uno de los especialistas que más ha profundizado en este campo. Según afirma, “uno puede tener un poderoso impacto en el otro”. No se trata de una metáfora romántica: el estrés, la ansiedad, el luto o incluso emociones positivas como la euforia pueden alterar los ritmos cardíacos, la presión arterial e incrementar el riesgo de eventos cardiovasculares.La relación también opera en dirección contraria. El corazón envía señales al cerebro a través de nervios, hormonas y receptores de presión, modulando estados de ánimo, concentración y niveles de estrés. “No es sólo el cerebro hablando con el corazón; el corazón también responde”, ilustra Alkhouli.

El síndrome del corazón roto

Entre las afecciones que ejemplifican este vínculo se encuentra la miocardiopatía inducida por estrés (SICM), más conocida como síndrome del corazón roto. Esta condición suele presentarse tras una experiencia emocional intensa, como una pérdida afectiva, una noticia traumática o incluso una alegría desbordante. Sus síntomas se confunden con los de un infarto: dolor torácico, dificultad para respirar y malestar repentino. A diferencia de un ataque cardíaco clásico, en el síndrome del corazón roto no hay obstrucción arterial. Lo que ocurre es una alteración temporal en la forma en que el corazón bombea sangre, generando zonas del músculo que no se contraen mientras otras trabajan en exceso. Este desequilibrio provoca un movimiento desigual y fuerzas de torsión sobre las paredes cardíacas. El diagnóstico representa un desafío: los métodos habituales para detectar infartos no logran diferenciarlo de la SICM. En la mayoría de los casos se requiere una angiografía coronaria para descartar una obstrucción. Sin embargo, avances recientes en magnetocardiografía, una técnica que mide los campos magnéticos del corazón, abren una ventana prometedora para identificar con mayor precisión esta condición.

SCAD: cuando el estrés desgarra

Otra de las afecciones vinculadas al nexo cerebro-corazón es la disección espontánea de arterias coronarias (SCAD, por sus siglas en inglés). Se trata de un tipo de ataque cardíaco poco común, pero potencialmente grave, que suele desencadenarse tras episodios de estrés físico o emocional.

Investigaciones de Mayo Clinic sugieren que la SCAD podría estar relacionada con el síndrome del corazón roto. El movimiento desigual del músculo cardíaco, al tensionar las arterias coronarias, puede generar desgarros en sus paredes. Estas lesiones reducen o interrumpen el flujo sanguíneo al corazón, provocando síntomas similares a los de un infarto.

Interrogantes abiertos

A pesar de los avances, todavía quedan preguntas sin respuesta. Una de las más relevantes es por qué sólo algunas personas desarrollan estas afecciones tras un trauma emocional, mientras que otras logran atravesar experiencias similares sin complicaciones cardíacas. Factores genéticos, hormonales y ambientales podrían tener un rol, pero los mecanismos exactos aún son motivo de investigación. Lo que sí está claro es que la conexión entre el cerebro y el corazón no es un concepto abstracto, sino una realidad clínica que desafía a la medicina moderna. Comprenderla mejor permitirá no sólo tratar estas afecciones, sino también prevenirlas, integrando la salud emocional como parte inseparable de la salud cardiovascular.

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