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Uruguay se encuentra frente a una encrucijada estratégica que exige decisiones sensatas, bien fundamentadas y, sobre todo, responsables. El renovado interés en la exploración de hidrocarburos en el mar territorial uruguayo ha encendido las alarmas tanto por las expectativas económicas que podría generar como por los riesgos ambientales y sociales que conlleva, particularmente sobre un sector tan sensible como la pesca.

La atracción por los posibles yacimientos de petróleo y gas en el área marítima uruguaya no es una mera ilusión. Tiene asidero técnico en los recientes hallazgos de la Cuenca Orange, en aguas de Namibia, que se ubica geológicamente frente al mar territorial uruguayo y forma parte de una misma formación tectónica, separada hace millones de años. Sumado a ello, el descubrimiento de petróleo en el bloque VENUS —el más cercano a nuestra zona de exploración— y el crecimiento de la actividad offshore en zonas vecinas, como el campo Tupi en Brasil y los bloques CAN-107 y CAN-109 frente a Mar del Plata, fortalecen la tesis de que Uruguay podría tener un reservorio energético de importancia estratégica.

Pero el entusiasmo por esta promesa energética no puede cegar al país frente a los riesgos colaterales, en especial aquellos que afectan directamente a la pesca, un sector que no solo sostiene miles de empleos, sino que también constituye uno de los pilares de la seguridad alimentaria y la economía regional. La experiencia reciente de Perú debería funcionar como una advertencia seria: una sola campaña de prospección sísmica afectó la pesca de la merluza durante más de un año, provocando pérdidas económicas significativas y daños aún no del todo comprendidos sobre el ecosistema marino.

Lo más preocupante, en este contexto, es que algunas de las compañías interesadas en operar en aguas uruguayas, como la noruega PGS, ya han anunciado el inicio de sus actividades sin haber presentado aún el correspondiente Estudio de Impacto Ambiental, requerido por la normativa vigente del Ministerio de Ambiente. Este incumplimiento, además de representar una falta grave desde el punto de vista legal, refleja una preocupante actitud de desprecio hacia los equilibrios ecológicos y sociales que deberían ser respetados antes de toda intervención.

Las zonas donde se prevé comenzar estas actividades — como los bloques OFF1, lindantes con las áreas ya aprobadas de Shell en Argentina— se superponen con espacios tradicionalmente ricos en biodiversidad y con una alta intensidad pesquera, particularmente de especies comerciales como la merluza. Los expertos coinciden en que las prospecciones sísmicas, que implican el uso de ondas acústicas de alta intensidad, pueden alterar gravemente los patrones migratorios, de reproducción y alimentación de especies marinas, y afectar también a cetáceos, plancton y toda la cadena trófica.

Uruguay no puede permitirse avanzar hacia la explotación petrolera marítima sin contar con garantías claras y públicas de que el impacto ambiental será mitigado y controlado, y de que el sector pesquero no será víctima de un daño colateral que solo se reconocerá —como ocurrió en Perú— cuando el perjuicio ya sea irreversible. La falta de estudios serios y previos, sumada a una gestión ambiental pasiva o permisiva, puede hipotecar tanto la riqueza marina como la reputación internacional de Uruguay en materia ambiental.

El país necesita del petróleo, sí, pero también necesita del pescado. Y sobre todo, necesita un modelo de desarrollo que no enfrente a sus sectores productivos entre sí. La coexistencia es posible, pero solo bajo reglas claras, con diálogo transparente entre las partes, y con una autoridad ambiental que haga valer su independencia y su rol de tutela sobre el bien común. Apostar por la riqueza energética sin proteger el recurso ictícola sería un acto de torpeza imperdonable. Lo inteligente —y urgente— es que ambos intereses encuentren un camino común.

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