¿Reprimir o liberalizar la droga?
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

El Uruguay enfrenta uno de los desafíos más graves de su historia reciente: el narcotráfico y sus consecuencias directas sobre la vida cotidiana de los ciudadanos. La droga ya no es solo un problema de consumo, sino una maquinaria de violencia que día a día cobra víctimas en nuestras calles. Las disputas territoriales entre organizaciones criminales y el accionar de sicarios que “cobran deudas con sangre” se han vuelto parte de una rutina macabra que amenaza la seguridad y la convivencia.
El consumo, lejos de limitarse a la pasta base —esa sustancia destructiva que devasta especialmente a los jóvenes más humildes—, se ha extendido en todos los estratos sociales. Uruguay, pese a su tamaño y escasa población, figura entre los países de América Latina con mayor consumo de cocaína de alta pureza, un dato que revela que el problema no distingue clases sociales: lo padecen tanto los barrios carenciados como los sectores de mayor poder adquisitivo.
En este contexto, las políticas públicas sobre drogas siguen generando debate. Desde la liberalización de la marihuana durante el gobierno de José Mujica —un “experimento” alentado y financiado en parte por la influencia de organismos y filántropos extranjeros—, el país se convirtió en laboratorio de un modelo que, según muchos, disparó el consumo y abrió nuevas puertas al negocio del narcotráfico. Los defensores de aquella decisión sostienen que se trató de un intento de quitarle terreno al mercado negro; sus críticos afirman que el resultado fue exactamente el contrario: el mercado se expandió y la violencia asociada creció.
Plantear la “guerra contra las drogas” como solución tampoco es sencillo. Los narcotraficantes poseen lo que muchas veces falta al Estado: recursos casi ilimitados, capacidad logística, armas y la voluntad de corromper instituciones sin reparos. Declararles la guerra supone una confrontación de largo aliento, con costos sociales y humanos difíciles de calcular. A la vez, liberalizar aún más el consumo conlleva el riesgo de profundizar el problema: ¿se dejarán desplazar fácilmente quienes hoy dominan el negocio ilegal? Lo más probable es que respondan con más violencia.
La disyuntiva, por tanto, no admite respuestas simples. Reprimir sin estrategias claras puede sumir al país en un espiral de sangre; liberalizar sin un sistema sólido de control y prevención es condenar a nuevas generaciones a la adicción y la marginalidad. Lo que sí está claro es que la situación actual exige decisiones firmes, valientes y sostenidas, que combinen prevención, tratamiento y represión inteligente del crimen organizado.
Uruguay no puede resignarse a convivir con la violencia narco ni con la expansión del consumo. Se trata de un fenómeno complejo, que requiere tanto realismo político como unidad nacional. El experimento de la liberalización demostró sus límites; la represión ciega, también. Entre esos extremos, el país debe encontrar un camino propio, que ponga la vida, la salud y la seguridad de los uruguayos por encima de intereses ideológicos o económicos.
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