Cada 31 de mayo, el mundo celebra el “Día Mundial Sin Tabaco” que se supone, debería ser un punto de inflexión, una jornada para reflexionar con seriedad sobre las adicciones y sus múltiples caras. Sin embargo, algo falla. Mientras se alertan los peligros del cigarrillo y, más recientemente, del vapeo, el discurso sanitario y político parece adoptar un preocupante tono de selectividad moral. Se combate un vicio con energía y se normaliza otro con peligrosa condescendencia.

El fenómeno del vapeo, especialmente entre los jóvenes, ha tomado un vuelo tan rápido como inquietante. El cigarrillo electrónico, lejos de ser una solución inofensiva al tabaquismo, ha demostrado ser un nuevo caballo de Troya para introducir sustancias tóxicas en los pulmones de adolescentes y de viciosos mal informados. Nicotina, glicerina vegetal, diacetilo, propilenglicol, formaldehído: una sopa química que, con estética de modernidad y sabores frutales, engaña a quienes creen estar optando por una versión “light” del tabaco. Grave error.

Los estudios médicos más serios no dejan margen de duda: el vapeo no es inocuo. No solo causa el temido EVALI (lesión pulmonar aguda asociada al uso de cigarrillos electrónicos), sino que se vincula también a efectos cardiovasculares, neurológicos y, por supuesto, adictivos. Y lo que es peor: sus efectos a largo plazo siguen siendo una incógnita sanitaria, una bomba de tiempo que aún no hemos terminado de entender.

Todo esto se agrava si se considera que el cerebro humano no alcanza su plena madurez hasta los 25 años. La exposición a nicotina y otras sustancias en esta etapa puede afectar funciones cognitivas esenciales como la memoria, el aprendizaje y el control de impulsos. Pero mientras médicos y científicos encienden todas las alarmas, las grandes compañías tabacaleras y del vapeo despliegan tácticas de marketing maquiavélicas, enfocadas en los adolescentes: colores brillantes, sabores atractivos, influencers en redes sociales. Una seducción cuidadosamente diseñada para atrapar a los consumidores del futuro.

Es cierto que el gobierno ha dado pasos importantes, como la prohibición de la venta de cigarrillos electrónicos. Pero este acierto resulta incompleto, incluso hipócrita, si se contrasta con la permisividad que reina en torno al consumo de marihuana, especialmente entre jóvenes. Aquí es donde el discurso tambalea, y el doble estándar se hace evidente.

¿Cómo puede el Estado presentarse como defensor de la salud pública mientras permite, promueve y hasta romantiza el consumo de cannabis? ¿No es acaso también una sustancia psicoactiva? ¿No está más que comprobado su vínculo con la psicosis, el deterioro cognitivo y la adicción? La legalización de la marihuana, impulsada por José Mujica y celebrada en círculos progresistas como un acto de “libertad”, ha dejado una secuela silenciosa pero demoledora: jóvenes atrapados en una rutina de consumo, con escasa percepción de riesgo, muchas veces sin apoyo y cada vez más expuestos a pasar a drogas más duras.

La incoherencia de las políticas públicas en materia de adicciones no es un tema menor. No se puede ser enérgico con el vapeo y condescendiente con la marihuana. No se puede predicar salud mientras se habilitan nuevos caminos a la dependencia química. No se puede fingir sorpresa ante el avance del narcotráfico y la violencia juvenil cuando se ha sembrado con liviandad la idea de que “drogarse no está tan mal”.

El Ministerio de Salud Pública, si realmente aspira a proteger a las futuras generaciones, debe actuar con mayor firmeza y coherencia. Hace falta una estrategia integral que contemple campañas sostenidas de prevención en escuelas, intervenciones en redes sociales, espacios de escucha y contención para jóvenes, y, por supuesto, una revisión crítica de las leyes actuales.

Porque esta batalla no es sólo contra el humo —sea de tabaco, de vapeador o de marihuana—. Es contra la indiferencia, contra la incoherencia y contra los intereses que disfrazan de libertad lo que en realidad es dependencia.