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Finaliza el año y el ejercicio del balance resulta inevitable. En ese repaso, la actuación del gobierno nacional encabezado por Yamandú Orsi deja un saldo claramente negativo, marcado por la desilusión, la falta de conducción efectiva y una preocupante distancia entre el discurso y la realidad. A poco menos de un año de iniciado, el país no percibe avances sustantivos, sino una acumulación de problemas que se agravan sin respuestas claras.

Desde el inicio, la administración Orsi apostó a un tono de moderación, diálogo y búsqueda de consensos. Esa estrategia, que en principio generó expectativas razonables en un amplio sector de la ciudadanía, rápidamente mostró sus límites. El Presidente ha dado la imagen de un liderazgo poco ejecutivo, más inclinado a estudiar, analizar y conversar que a decidir y actuar. Los discursos leídos con vacilación, la demora en la toma de definiciones y una permanente postergación de medidas concretas terminan erosionando la confianza pública.

Esa pérdida de respaldo no es una percepción subjetiva. Todas las encuestas conocidas a lo largo del año coinciden en un dato central: la popularidad presidencial cayó de forma sostenida y acelerada. No se trata del desgaste natural del ejercicio del poder, sino de una tendencia que refleja decepción y frustración. El crédito político inicial se consumió rápidamente, sin que mediara una crisis heredada que lo explicara.

Mientras tanto, los problemas que más preocupan a los uruguayos no solo no se resolvieron, sino que en muchos casos se agravaron. La inseguridad dejó de ser un fenómeno concentrado en Montevideo y el área metropolitana para extenderse con fuerza al interior del país. Salto se ve sacudido por episodios de violencia cada vez más frecuentes, especialmente los fines de semana, con heridos por armas blancas, disparos de arma de fuego y una señal alarmante: víctimas que prefieren no denunciar ni aceptar la intervención policial. Se realizan operativos exitosos contra bocas de venta de drogas, pero el gran negocio, el financiamiento y el tráfico mayorista parecen intocables.

A esto se suman las rapiñas y robos cotidianos, el crecimiento sostenido de personas en situación de calle y la expansión de asentamientos donde miles de compatriotas viven en condiciones indignas. Se habla mucho de la niñez y la pobreza infantil, pero abundan los anuncios y escasean las acciones concretas y los resultados medibles.

En el plano laboral, el Ministerio de Trabajo ha mostrado una conducción más cercana a la lógica sindical que a la responsabilidad de gobierno. Los conflictos se resuelven tarde y mal, sin priorizar el interés general ni la estabilidad económica del país. Los paros reiterados, como los ocurridos en el puerto de Montevideo, primero en la pesca y luego en las playas de contenedores, generan pérdidas millonarias, incumplimientos contractuales y dañan la credibilidad del Uruguay ante mercados estratégicos.

El resultado es un escenario laboral deteriorado, con retiro de empresas multinacionales, pérdida de fuentes de trabajo y ausencia de nuevas inversiones relevantes. En síntesis, el balance de fin de año muestra a un gobierno que prometió moderación y terminó atrapado por la indecisión, las presiones internas y la falta de liderazgo. Un año que pudo ser de impulso y terminó siendo, para muchos uruguayos, un año perdido. 

Es deseable, que en 2026, muestre otra dinámica y una gestión menos ideológica y más realista, acorde al mundo en que vivimos, dando ejemplo de real republicanismo y cuidando los recursos que aporta la ciudadanía.

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