¿Solo nos queda resignarnos?
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Por Jorge Pignataro
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jpignataro@laprensa.com.uy
Por estos días, basta recorrer cualquier barrio de Salto —o quizás de cualquier ciudad del país— para advertir una realidad silenciosa pero contundente: los pequeños comercios de barrio están desapareciendo. Aquellas típicas carnicerías, almacenes o quioscos familiares que durante décadas sostuvieron la vida cotidiana de las comunidades, se apagan uno a uno, como luces que se van extinguiendo medio de la penumbra. Estamos, en definitiva, ante un modelo que se agota.
Hace un tiempo se hablaba (incluso en estas mismas páginas) de la desaparición de las carnicerías de barrio. Pero cada vez más, la situación se está extendiendo a otros rubros, en especial a los almacenes, esos comercios que no solo vendían productos, sino también confianza. Los comerciantes no están pudiendo resistir. “No hay circulante”, se repite una y otra vez. No se ve dinero en la calle, y cada vez es más difícil reponer mercadería.
Los almaceneros nos dicen que las cuentas de fiado son muchas, algunas incobrables. Pero si no fían, el cliente se va a otro lado; y si fían, se vacían los estantes y no entra dinero para reponer. Es un círculo que se retroalimenta de la escasez. A eso se suma otro fenómeno: la gente compra cada vez más con tarjeta, muchas veces en cuotas, lo que naturalmente la lleva a las grandes superficies o a las compras por Internet, donde se ofrecen facilidades imposibles de igualar para un pequeño comercio.
Detrás de cada persiana que se baja, hay una historia. Familias que habían abierto un almacén como alternativa frente al desempleo. Comerciantes que habían logrado formalizar su negocio, pagar impuestos, regularizar empleados, y ahora ven que el esfuerzo no alcanza.
Y también están los vecinos, los clientes de toda la vida, que pierden su “almacén amigo”, aquel donde se podía anotar en un cuaderno, sin contrato ni firma, solo con la confianza de un apretón de manos.
Más allá de lo económico, hay un daño social profundo: el cierre de estos pequeños comercios también implica la pérdida de puntos de encuentro, de conversación, de cercanía humana. Y eso, aunque parezca algo menor, a nuestro entender es muy importante.
A las dificultades propias del mercado se suma otro problema: las deudas. Muchas familias comerciantes están atrapadas en un sistema de préstamos “gota a gota”, con pagos diarios y tasas muchas veces altísimas y muchas veces en manos de prestamistas extranjeros. Una trampa sin salida que va asfixiando lentamente cualquier intento de recuperación.
El mundo ha cambiado, es cierto. La tecnología, las plataformas digitales, el comercio electrónico y las tarjetas han transformado los hábitos de consumo. Pero también es cierto que miles de personas no han sabido —o no han podido— subirse a ese tren del progreso. Y es legítimo preguntarse: ¿qué se hace con ellas? ¿Las dejamos caer, o intentamos tenderles la mano?
No se trata de oponerse al avance del tiempo ni a la modernización. Pero sí de pensar qué sociedad queremos. Una donde todo se compra y se vende desde una pantalla, o una donde aún exista un rostro conocido detrás del mostrador, dispuesto a fiar un kilo de azúcar con una sonrisa.
Tal vez no haya soluciones fáciles. Pero algo habría que hacer. Porque si desaparecen los pequeños comercios, no solo se pierden fuentes de ingreso: se apaga una parte de la vida de barrio, esa que daba calor humano a nuestras ciudades. Entonces lo del título: ¿solo nos quedará resignarnos, sin más ni más?
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